La política y la economía funcionan como vasos comunicantes. La parálisis de la Unión Europea, los choques nacionales y las divisiones internas empiezan a cobrarse su precio, mientras el resto del mundo -Asia sobre todo- avanza sin mirar atrás. De entrada, se acumulan síntomas inquietantes para la economía europea: Italia ha entrado en recesión, Alemania sufre un retroceso en su producción industrial, España se desacelera, el brexit amenaza con provocar efectos sísmicos a corto plazo. El Banco Central Europeo se ha visto obligado otra vez a garantizar mayores inyecciones de liquidez, mucho antes de haber podido normalizar su política monetaria. Con el tipo de interés en el 0 %, la munición de que dispone el BCE para reanimar la economía del continente es mucho menor que en otras épocas. Si Draghi confiaba en ganar tiempo a fin de que la eurozona realizara las reformas estructurales requeridas, la debilidad de los gobiernos, en algunos casos, y la ausencia de voluntad reformista, en otros, han impedido este objetivo.

Las consecuencias son obvias y se plasman en la escasa fortaleza que ha mostrado la recuperación europea y en su dudosa resiliencia ante los primeros signos de decaimiento. Sin duda, aquí la desconfianza juega también en nuestra contra. A pesar de las dos décadas cumplidas del euro, lo cierto es que los mercados siguen poniendo en solfa su viabilidad. Las reticencias de los poderes centrales de la Unión a la hora de aplicar políticas decididas -como sería el caso de la mutualización de la deuda- tampoco nos favorecen. La economía europea necesita más política y no menos, más solidaridad entre las naciones y no menos.

Los grandes retos que va a afrontar la UE son inmediatos. Podemos enumerar algunos de ellos: al Sur, África, un continente hobbesiano que vive una explosión demográfica y es incapaz de absorberla laboralmente. Al Oeste, un país -el Reino Unido- que se desgaja de la Unión y otro -los Estados Unidos- cada vez menos interesado por su vertiente atlántica. Al Este, una doble presión: el interés ruso por ampliar su zona de seguridad y el surgimiento de China, el gran gigante asiático, que ha alterado todos los equilibrios de poder. En el interior de Europa, la proliferación de distintas dinámicas nacionales que abren distintas líneas de ruptura: al Norte, los países de éxito; al Sur, los fracasados. Pero esas mismas dinámicas también tienen lugar en el interior de cada estado: entre el campo y la ciudad, entre los distintos clusters de desarrollo e innovación, entre los oficios llamados a la obsolescencia y los que se ajustan a los requerimientos de la globalización, etc.

Los retos son inmediatos porque la maduración de los déficits europeos va de la mano de una tremenda aceleración global. Y el eclipse de la Unión puede medirse de muchos modos: en la estagnación laboral y económica, y en nuestra creciente irrelevancia política a nivel internacional; en el escaso músculo militar y en el pesimismo colectivo que parece adueñarse de la sociedad europea; en el invierno demográfico y en el ensimismamiento narcisista de muchas de sus grandes apuestas. Falta de liderazgo -Merkel se retira, Macron se desinfla, Italia ha caído en manos del populismo, España carece de fuerza-, la UE se asoma a problemas existenciales que solo podrán resolverse si la clase política asume su deber lo más pronto posible, con coraje e inteligencia. Lo hemos dicho antes: la política y la economía actúan como vasos comunicantes. Hoy quizás más que nunca.