El fraude de los votos que por unas horas le dieron la victoria, en la primarias de Ciudadanos en Castilla y León, remata la trayectoria política plagada de sombras de Silvia Clemente. La pregunta es qué necesidad tenía la formación de Rivera de acoger a una candidata de perfil tan dudoso, con dos décadas de provechosa carrera pública a lomos del PP, y por qué la dirección del partido tenía que volcarse en el apoyo al supuesto gran fichaje. La respuesta es la urgencia, quizá la desesperación, por apuntalar el partido con nombres ya hechos para cortar la fuga de votos que detectan las encuestas.

Hace apenas un año, con el viento de cola de su -luego sabríamos que improductivo- triunfo en Cataluña, los sondeos llegaban a colocar a Ciudadanos como primera fuerza política y le otorgaban hasta el 27 por ciento de los votos. Ahora tendría en torno a diez puntos menos. Con razón insistía tanto Rivera en la convocatoria inmediata de elecciones: el tiempo corre en su contra o, al menos, eso indica la tendencia demoscópica.

El desenlace del episodio caciquil de Clemente -más votos que votantes- refuerza la creciente resistencia interna a que la palabra del líder sea la única doctrina del partido. Ese malestar está conectado con quienes consideran que el veto anticipado al PSOE, por el puro tacticismo de corregir la fea deriva de las encuestas, es un error que echa por la borda el mucho tiempo que el partido trabajó para presentarse como la fuerza decisiva para el gobierno de las mayorías insuficientes.

En un mismo fin de semana coinciden dos sucesos que pueden ser cruciales al día siguiente de las urnas de abril: el fraude de Clemente y el agrupamiento en torno a un solo hombre de la que, durante un cuarto de siglo, fue la fuerza hegemónica en Cataluña. Puigdemont, el "procesado rebelde" -como ajustado a su situación procesal lo identifica el fiscal de la causa contra los líderes independentista que se sigue en el Supremo- se acaba de convertir en el dueño único de ese espacio, tan borroso que ni siquiera está claro cómo se llama (PDeCAT, JxCat, Crida). Cuando Aznar hablaba catalán en círculos restringidos, la concurrencia de Pujol y los suyos resultó decisiva para la gobernabilidad de España. Ese pasado se lo llevó el lodo de la corrupción y, vinculado lo uno a lo otro, la sustitución del catalanismo de resultados por el secesionismo sin retorno. El expresident se queda con la herencia convergente para perseverar en la vía que llevó al banquillo a quienes, a diferencia de él, resistieron la tentación de huir. Puigdemont es ahora el reverso tenebroso de aquel tiempo tan rentable y su liderazgo tiene como objetivo primordial la ingobernabilidad: conseguir que persista el bloqueo en el que el país lleva sumido cuatro años, para forzar unas condiciones políticas imposibles.

La amenaza de cronificar el deterioro institucional es un poderoso argumento para que Ciudadanos vuelva a su antiguo ser. Con la fricción interna que generan las apuestas fallidas, Rivera tiene más difícil imponer la reedición automática de la fórmula de gobierno andaluza. Los mismos que, como Luis Garicano, se opusieron a Clemente son los más incómodos con la cercanía a la ultraderecha. Además, los números, aunque cambiantes, cuadran cada vez peor y por ello Casado pide a Vox que no concurra en las circunscripciones pequeñas, en las que la fragmentación del voto de la derecha contribuiría a dar diputados a los socialistas. De resultar así, Cs rompería con la cofradía que no ha dudado en sacar de nuevo en procesión la infamia de Aznar del 11-M, las falsedades anteriores a la posverdad, para caldear las urnas.

Si Rivera queda en disposición de auxiliar a Sánchez, el cerrojazo anticipado será insostenible. Persistir en el veto supondría equipararse al obstructivo y desestabilizador Puigdemont. En cambio, privar al independentismo de la capacidad de interferencia que ahora tiene en la política nacional sería un golpe decisivo para dejarlo a merced de lo que ocurra en su propia batalla interna, la que enmascara con el recurso al enemigo exterior.