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Juan José Millás.

El sentido de la vida

El año pasado se venderían en España, no sé, unos cuarenta ejemplares de Crimen y Castigo (pongamos que cuarenta y ocho), y quince o veinte de El idiota. Dostoievski no mola, aunque no creemos que a Tolstoi le fuera mejor. Y quien dice Tolstoi dice Joyce, Kafka, Maupassant, Zola... La Divina comedia, pese a la nueva traducción del profesor Micó, tampoco sería un superventas. Todo el mundo se sabe La Divina comedia, a qué leerla, de dónde sacar el tiempo para hacerlo. El programa peor de la televisión reunió en cambio hace dos días a tres millones de españoles frente a la pantalla. Pero ya está olvidado. Nadie se acuerda de él porque vivimos en la memoria de lo que no ha ocurrido, en una especie, como el que dice, de recuerdo inverso. Todavía no han llegado las elecciones del 28 de abril y las analizamos como si hubieran sucedido. Y hablamos de Marte como si hubiéramos aterrizado en él y de la Luna como de una colonia de la Tierra.

Ya no tiene glamour la letra impresa, ni siquiera la letra impresionante. La Biblia se atomiza en tuíteres vacíos. Tuiteas "En el principio era el caos" y apenas obtienes un par de docena de retuits y sesenta "me gusta". De la Biblia se vendió un poco más que de Tolstoi porque a la Biblia la mantienen viva los predicadores de las distintas corrientes evangélicas. El sostén de Flaubert, en cambio, son unos cuantos profesores incrédulos que odian con razón a sus alumnos. Todo es minúsculo en el universo. El mundo conocido ocupa en el espacio la milésima parte de un grano de arena de la playa. Fue minúsculo Petrarca y llegarán a serlo, si no nos suicidamos antes, Cervantes y el mismísimo Shakespeare.

Se extinguieron los dinosaurios y con ellos miles o millones de especies de todas las formas y todos los tamaños. No quedará nada de nosotros, lo que quizá sea un motivo de optimismo. La cama de esta habitación de hotel desde la que observas el techo mientras afuera llueve, terminará en una chatarrería y quienes hemos dormido en ella nos iremos también por el desagüe de la historia de la vida cotidiana sin dejar rastro de nuestras obsesiones. Pero ahora tienes que levantarte, Juanjo, para coger el tren e iniciar la jornada como si tuviera sentido acometerla.

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