Uno estaba acostumbrado, más o menos acostumbrado, a que los muertos se apareciesen en lugares estratégicos, espacios que desde siempre ocuparon esa realidad entre la leyenda, la tradición, la historia y la cultura en la que el alma del vizconde de Klöemel cruzaba a caballo por la lejanía o la abuela Lola, muerta cuatro décadas atrás, se plantaba en la cocina de lareira y comía castañas con la familia dándole primicias de lo que a uno le aguardaba cuando pasase el trance que tan atinadamente glosó Jorge Manrique, entre otros.

Eran tiempos distintos: los muertos estaban en los libros, en las películas, en los sueños y en la tradición: fuera de ahí sólo ocupaban el espacio de los chistes de humor negro al tercer gintonic. O al cuarto, allá cada cual. Acaso alguna vez (seguro que lo escribió Cunqueiro) mientras uno iba a llevar flores a la tumba de un familiar, viese cómo un cadáver levantaba la lápida de la suya y se ponía a adecentarla con una esponja humedecida en agua tarareando Cuando salí de Cuba o algo por el estilo. Pero el prestigio de los cadáveres mengua y ahora ocupan espacios neutrales e incluso impropios de su categoría; por ejemplo, hay escritores que son cadáveres desde hace años aunque sigan ganando premios y aparezcan en los suplementos literarios porque se repiten y se plagian a sí mismos desde que cumplieron los cuarenta, convirtiéndose en parodias o caricaturas: varía la carátula del libro pero el contenido es el mismo.

Hay, es indudable, cadáveres políticos que no es necesario señalar; creo firmemente que en la conferencia episcopal también existen y huelen a cloroformo. Pero tales digresiones impertinentes me alejan del objetivo: la aparición de muertos en convenciones como, por ejemplo, comidas de empresa (a las que no asistí jamás), de exalumnos (a las que no asistí jamás) o de reclutas de un determinado reemplazo (a las que no asistí jamás). Sin embargo, las navidades pasadas me topé con uno de esos cadáveres en un bar, lo que demuestra que existe una epidemia y que nos están invadiendo. Estaba yo bebiendo el vino ritual de las tardes, cuando se me aproximó un sujeto de mi edad, de pelo canoso y buen aspecto que, como de costumbre, hizo la pregunta que a todo ser indefenso pone en alerta: "¿Te acuerdas de mí?" Como la pregunta ya me la hicieron alrededor de tres docenas de veces, opté por la respuesta que suelo aplicar para no perder el tiempo con acertijos: "Para nada". Se presentó, dijo su gracia, un nombre común en los listines telefónicos (si siguen existiendo) y en las esquelas, que me resultaba vagamente familiar y apuntó el dato concreto que según él establecía una relación irrebatible entre ambos. "Fuimos compañeros de curso en el colegio". En un instante brevísimo pero que dio de sí como un chicle, repasé mis once largos años de alumno marista: recordé fisonomías, nombres de compañeros, habilidades de unos y de otros en distintos deportes, las flores a María en los meses de mayo, evoqué a profesores y hasta me dio tiempo para conceder que quizá mi memoria fuese injusta con el profesorado marista y le debiese más de lo que yo creía: determinados principios, la memorización de numerosos poemas, el amor por la literatura. Cierto que ellos, los profesores, solían recomendar a autores que no dejaron huella en mí pero, por reacción, uno iba a buscar (a Tanco, naturalmente) a aquellos otros que ellos repudiaban por rojos, por comunistas, por ateos, por borrachos, por homosexuales o simplemente por extranjeros.

Nada bueno podía venir de más allá de nuestras fronteras salvo el beato Champagnat, elevado posteriormente a santo. Mi acompañante, que como acto de cortesía y complicidad me invitó a un segundo vino, hizo un repaso de colegas y evidenció las cualidades que los hacían singulares. A cada nombre (que, insisto, me sonaban de manera muy vaga, como sucede con los rostros de las personas que no conoces en una ciudad pequeña como la nuestra pero que te resultan familiares de cruzártelas una y otra vez por la calle y que crean en ti el desconcierto de "¿a éste de qué demonios lo conozco?") añadía una particularidad: Fernando López (anda que no habré tratado yo a Fernandos López) era un fenómeno en fútbol. "¿Te acuerdas?". Dije que sí pero no, como hice con todos los siguientes: Luis Álvarez suspendió todas en junio y las aprobó en septiembre. Guillermo Díaz, el de baloncesto, que después pasó al instituto. Moncho Fernández, que coleccionaba matrículas de honor y ahora tenía una empresa de alquiler de coches. Chomín Crespo, que actualmente era concejal no sé dónde. Largó (estábamos en el tercero vino) una nómina onomástica con sus correspondientes características, ora virtudes, ora defectos, y remataba con el soniquete "¿te acuerdas?" al que yo respondía contundentemente que no, en ocasiones con algo como "si, me parece recordar" o bien "vagamente, creo que sé quién era, sí".

Anochecía ya en una de esas tardes breves de diciembre enfoscadas de villancicos y luces de colores y dos mil reproducciones de Papá Noel cuando mi compañero de barra decidió que ya era hora de poner fin a nuestro encuentro, aquellos cuarenta minutos que depositó ante mí restos de un pasado definitivamente extinto y las señas de identidad de desconocidos por los que no sentía nostalgia alguna. Algo debo anotar a su favor; no ejecutó la insidiosa pregunta que acostumbran a hacerme con cierta frecuencia: "¿Qué? ¿Sigues escribiendo?", que suena a "¿sigues fumando?, esos vicios.

Me quedé mirándolo mientras se alejaba; al acercarse a la puerta se giró, me dedicó la más amplia de las sonrisas, me señaló con el dedo índice de la mano derecha como si fuese una pistola y dijo en voz alta: "¡Qué bien los pasamos en los salesianos!" Pedí un innecesario cuarto vino. Vi alejarse al muerto por la acera, sonreírme desde el cristal de la ventana, perderse en la noche, la misma noche en la que yo me quedé anclado, rodeado de cadáveres que me hacían señas desde un ayer tan remoto como indeseable.