"La mejor lucha es la que se hace sin esperanza" (Santigo López Petit).

Recuerdo que íbamos a sus clases como moscas. Una salía de allí con ganas de cambiar el mundo e invadida por el espíritu de mayo del 68 aunque estuviéramos de pleno en los noventa.

Debord y su Sociedad del espectáculo, Gilles Deleuze y su Diferencia y repetición y su Capitalismo y esquizofrenia escrito junto a Félix Guattari, Michel Foucault y su Historia de la locura o Vigilar y castigar entre muchos otros, la deconstrucción de Derrida, o Lipovetsky y su Era del vacío eran algunos de los libros que el filósofo S. L. Petit desgranaba en sus exposiciones.

En parte, permitió que soñáramos con un poco de imposible, como solía referirse a la utopía.

Con los años una vive en carne propia que el espíritu crítico no siempre es bien acogido ni da lugar a cambio alguno, y que se espera que, en definitiva, seamos dóciles. Y creo que el momento clave de renuncia a la utopía es cuando uno se hace padre o madre y se conforma con cuidar de sus hijos que muchas veces ya es más que suficiente. Creo que tal vez ahí nos volvemos todos un poco más egoístas y aceptamos cierta docilidad como parte del camino. Creemos que lo hacemos por el bien de nuestros hijos, aunque no siempre sea verdad. Un día ellos nos echarán en cara que por qué no luchamos más. De hecho ya sucede con el asunto del cambio climático; nuestros jóvenes se movilizan indignados al ver que perdimos tantos años de brazos cruzados.

No solo nos volvemos dóciles en nuestro puesto de trabajo, allá donde vayamos, en pareja o yendo al parque a pasear al perro. En definitiva, aceptamos lo que se espera de nosotros, que es básicamente que funcionemos como buenas piezas de engranaje capaces de colaborar y alimentar la máquina del sistema del poder del que todos, de una forma u otra, formamos parte. Esa es la realidad, nos guste o no.

¿Podemos cambiar la realidad y hacer un mundo mejor? Quiero creer que sí. Podemos crear pequeños espacios donde se produzcan acontecimientos singulares que nos den algo de oxígeno. Podemos hablar de ello y compartir esos pequeños gestos, de eso me cabe duda.

También podemos aceptar vivir sin esperanza asumiendo que no cambiaremos el mundo. Aceptar que parte de vivir es renunciar y perder muchas cosas, y no solo me refiero a la muerte. La pérdida forma parte de lo cotidiano.

Otra opción es la de evadirse de la realidad mediante las drogas o el suicidio. Y aquí entramos en los límites de lo políticamente correcto, porque la realidad es que cuando nos enfrentamos a un duro golpe como la muerte entonces los médicos no vacilan en hincharnos a opiáceos para mitigar el dolor. Hay gente que no es capaz de vivir sin esperanza y por ello se evade o suicida. Hoy día el suicidio es la causa número uno de muerte externa. En nuestro país se suicidan más de 3.700 personas al año. En cualquier caso y volviendo al poder, este siempre se empeña en hacernos creer que las cosas van mejor ahora que antes. Es cierto que ganamos en derechos en algunas partes del mundo, aunque siempre lleguemos demasiado tarde.

El poder no quiere perder su hegemonía y para ello necesita tener a la gente medio contenta. Lo justo para que nadie se plantee sublevarse seriamente. De ahí que las revoluciones, de un tiempo a esta parte, siempre parezcan algo descafeinadas.

Digan lo que digan, la realidad cae por su propio peso. Según datos de Esglobal.org para el 2050 el calentamiento global forzará a 200 millones de personas a abandonar sus poblaciones en la búsqueda de otros lugares más seguros.

El poder dominante aparentará hacer algo al respecto, pero probablemente de forma meramente anecdótica. Esta será una de las últimas batallas perdidas que presenciemos. Ojalá me equivoque.