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El espíritu de las leyes

Pactar o no pactar

La importancia de los acuerdos entre adversarios en una sociedad democrática

No hay democracia sin pacto, puesto que la llamada democracia unánime solo puede dar lugar a un Estado totalitario. El pluralismo distingue a las verdaderas democracias y conlleva la limitación de éstas por el Derecho a fin de preservar la libertad de las minorías. La propia Constitución democrática resulta el fruto de un amplio pacto fundacional de la comunidad política. Quienes se rigen por la Constitución aceptan, pues, que la contienda partidaria en los procesos electorales y en el Parlamento, al no tener lugar entre enemigos, sino entre adversarios dignos de respeto, debe concluir, llegado el caso, en la creación de alianzas tejidas sobre un programa común de gobierno.

Desde 1978 hasta hoy, nunca ha habido en el ámbito nacional Ejecutivos de coalición. Para felicidad de los partidos nacionalistas catalanes y vascos, cada Gobierno necesitado de apoyo suplementario en el Congreso de los Diputados ha preferido contar con el soporte "externo" de tales partidos antes que buscar una fórmula de entendimiento con el principal partido de la oposición. Desde la perspectiva que da el tiempo, vemos ahora claramente que los nacionalistas --siempre con un pie dentro y otro fuera del régimen constitucional, aun aquellos considerados menos radicales-- jamás han querido implicarse en un proyecto nacional español mediante la participación en un Gabinete de coalición, ya fuese socialista o popular. ¡Si Cambó levantara la cabeza! El último nacionalista que albergó un ideario modernizador para toda España fue Miquel Roca.

Pues bien: la disposición al pacto debe estar en el ADN de cualquier demócrata. La democracia constitucional, y más todavía el parlamentarismo dentro de ella, no admite la distinción entre partidos "leprosos" y partidos "limpios". En el marco de la Constitución, cuya observancia debe tenerse siempre por inexcusable incluso si se discrepa de ella, caben múltiples combinaciones de alianzas políticas, todas lícitas. La II República, paradigma de un atroz sectarismo que la condujo al fracaso por estrechar de manera suicida su base de legitimación, cometió el error de vetar a la CEDA, que era casi tanto como prescindir de la mitad del país. Desde luego, los cordones sanitarios únicamente sirven para estimular la polarización, primero en la política y luego en la sociedad.

La declaración de la dirección de Ciudadanos en el sentido de descartar cualquier pacto postelectoral con los socialistas supone un movimiento táctico dirigido a captar votantes del Partido Popular. Al parecer, los asesores en demoscopia de Albert Rivera juzgan desdeñable la fuga de sufragios que por tal motivo pudieran emigrar hacia el campo socialista. Al PSOE esta maniobra le ha sentado fatal, ya que esperaba pescar en aguas del centro, dando por descontado que la fragmentación de Podemos y la deriva de su caudal de votos se saldaría en su beneficio sin necesidad de hacer excesivos guiños izquierdistas durante la campaña electoral. Tanto el PSOE como Cs han demostrado ya su capacidad de entendimiento mutuo en otras coyunturas: así en el pacto de investidura Sánchez-Rivera de 2016 que Pablo Iglesias se negó a respaldar, cometiendo, por cierto, el mayor error de su vida; e igualmente en el acuerdo de investidura de Susana Díaz en 2015. Esperemos que esta ductilidad de ambas fuerzas políticas se recobre tras los próximos comicios de abril si ello fuera la mejor opción para la estabilidad institucional de España. Veremos entonces qué queda del destemplado desaire actual.

Nunca hemos tenido un Gobierno conjunto de los dos grandes partidos nacionales y ello me parece que evidencia una grave anomalía de nuestro sistema político. Es como si el PSOE y el PP pertenecieran a culturas políticas distintas, que la fuerza integradora de la Constitución hubiera sido incapaz de unir. Tienen en esto mucha mayor responsabilidad los socialistas, cuya falta de madurez para superar los resentimientos históricos se trasluce en esa perpetua evocación de la II República, la guerra civil y el franquismo en la que encaja su desenfocada visión de los populares como reencarnación de la vieja y montaraz derecha hispana. Ha dado en este aspecto más prueba de modernidad el PP (que aceptó sin reservas el régimen de 1978, incluido el Estado de las Autonomías) que el PSOE. ¿Habrá aprendido Pedro Sánchez la dolorosa lección recibida por la terquedad de su "no es no" (¡a la mera abstención del grupo socialista!) en la investidura de Mariano Rajoy, que le costó la pérdida del liderazgo de su partido?

Finalmente, los políticos deben dar ejemplo a la ciudadanía, también en los fragores del combate electoral, de respeto a los adversarios. Sobran, por tanto, el histerismo y la sobreactuación que vienen exhibiendo algunos en estas semanas de fin de legislatura. Exabruptos como "felón" o "traidor", entre otros, tenían sentido en el truculento teatro romántico, pero desde los ripios de "La venganza de Don Mendo" han quedado ridiculizados a perpetuidad. Lejos de cualquier tono melodramático, que nadie se envuelva en otra bandera que la de la honradez, la inteligencia y la capacidad de dialogar y pactar.

*Profesor emérito de Derecho Constitucional

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