Rajoy ha sabido comportarse como un hombre razonable en la medida que lo es todo aquel que no suele pelearse demasiado con la razón. Su intervención como testigo en el juicio del 1-O ha sido clara y concluyente: el límite era la soberanía nacional. Nadie tendría que ponerse a discutirla para poder abrir paso a la voluntad de dos millones de catalanes, los ciegos guiados por los locos, del Lear de Shakespeare.

Le preguntaron como si fuese el guardia de la porra y supo salir bien parado del acoso, mucho mejor que Juan Ignacio Zoido que se enredó sin asumir su responsabilidad como ministro del Interior. La responsabilidad de Rajoy, en cambio, se mantuvo virgen bajo el minimalismo que en este caso todo lo explica: el presidente del Gobierno de España, como el de cualquier otro lugar del mundo, puede negociarlo todo menos la soberanía nacional, que depende de los españoles.

De todos, no sólo de la parte de ellos que se quieren separar. Igual estaba equivocado Rajoy al mostrarse perezoso pero intransigente sobre la integridad territorial, porque Pedro Sánchez que mide la soberanía con distinta vara no hace más que elevarse en las encuestas. En las que cocina Tezanos está ya a punto de tocar el techo y es el líder más valorado.

Funciona Sánchez con un viejo mecanismo de la izquierda que, pasan los años, y no se estropea, y que consiste en proclamarse el dique frente a los fachas nacionales. Aunque, sin embargo, se reserva la posibilidad de negociar con los fachas y supremacistas catalanes dispuestos a salirse con la suya y que solo unos cuantos españoles decidan el futuro y la suerte de España. Así está montada este asunto.