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Ilustres

El arte del puzle

Ana firma la granítica prosa de la denuncia que escuetamente reseña lo acontecido el 6 de abril de 1958. Era cierto que dos días antes Abelardo había viajado a alguno de esos lugares en los que, una vez cumplidos los trámites laborales, buscaba una timba en la que aparcar la soledad, ignoraba si a Córdoba o a Sevilla, y la verdad, tras una década de matrimonio, el asunto la traía al pairo, de la misma forma en la que ella, para disfrutar de dicha soledad, aunque la soledad de uno y otra fuesen de distinta naturaleza, había invitado a cenar al chalé a un pintor uno de cuyos paisajes adornaba su dormitorio, al dueño de una librería de Madrid y a una novelista amante del librero: hasta aquí la crónica social que daría mucho más juego en manos de Tico Medina, por ejemplo.

Se acostó bastante borracha ( ¿borracha por la gracia de Dios? Tico, qué ingenioso eres, boludo) cuando ya habían avanzado las primeras horas de aquel martes de abril y tardó en despertar cuando sonó el timbre del portalón y, tal como refería el informe rubricado por el cabo Alfonso Mata Hermoso, aunque con otras palabras, pensó que sería, como tantas veces, alguien de los ultramarinos que traía algún encargo de Merche, así que bajó a la cocina, accionó el dispositivo que desplazaba la puerta corredera de la finca y, descalza y en pijama, con un café frío en una mano y un cigarrillo en la otra y con una resaca que la perseguiría hasta la primera cerveza del mediodía, sin esperar a que sonara el cursilón dingdang que Abelardo había elegido (aún tuvo tiempo de sonreír pensando que afortunadamente su esposo no había caído en la posibilidad de que el campanilleo del timbre remedase el eco de dos guantazos pugilísticos, paf paf), abrió el cerrojo de la puerta y se encontró con los tres desconocidos, uno armado con una escopeta parecida a la de Abelardo, otro con una pistola y el tercero provisto de un macuto militar; sólo cuando los delincuentes se fuesen, Ana se preguntaría dónde se había metido Franz, que ni ladró de miedo o de alarma.

La verdad es que lo sucedido durante aquella media hora en la que temió por su vida y la de su hijo se ciñe más a la ramplona redacción del guardia civil puntoycomatoso que a otras consideraciones estilísticas, pero delante de los intrusos que accedieron al salón observando todos los rincones cautelosamente pero de forma enérgica, como si asaltar un chalé fuese para ellos un trabajo habitual, Ana Álvarez Ruiz ignoraba que muchos años más tarde evocaría el acto delictivo y no sólo eso, lo transformaría reelaborándolo y horneando con él un capítulo para Prohibiciones, su primera novela, aquél en el que Annie Moore, instalada definitivamente en un barrio sombrío de Nueva York y cargada con un hijo cuyo padre ha desaparecido, va ahorrando centavo a centavo para viajar a Irlanda con el fin de que el niño conozca a sus abuelos, sueño que se frustra la tarde en la que un ladrón fuerza la puerta del humilde cuarto donde ambos viven y se lleva los dólares que Moore había logrado reunir ejerciendo distintos trabajos entre los que se incluye el de siempre.

Aunque no venga a cuento, no está de más decir que Ana Álvarez tiene razón al hablar de Prohibiciones como de una novela fallida: reside en ella cierta delicuescencia que no se condice con el resto de la obra de Ana que ahora observa a los atracadores que se intercambian un código secreto de gestos y miradas como una sesión de cine mudo. En ese momento aparece en lo alto de la escalera el niño con un pijama gris y frotándose los ojos como Pablito Calvo en Marcelino, pan y vino: escuchimizado, raquítico, como pidiendo urgentemente litros de aceite de hígado de bacalao. El del macuto recorre las habitaciones de la casa y regresa con el zurrón preñado de los objetos cuya falta Ana Álvarez denunciará horas después en el cuartelillo de la guardia civil; la mujer (a su cintura se aferra el chaval tembloroso) obedece a los tres ladrones, los acompaña al despacho y les facilita la combinación de la caja fuerte: el zote de Abelardo se decidió por la fecha de la boda: día, mes y los dos últimos dígitos del año: una inteligencia retorcida, la del gerente.

El silencio imperioso de los atracadores la irrita y la asusta la certeza de que no se inmutarían si fuese necesario disparar porque la violencia constituye una parte, acaso no la más desagradable, de su oficio. Tiene ganas de beber un trago y aliviar el estropajo de la lengua pastosa. Los billetes anidan en el macuto y el de la escopeta estornuda; el niño, de la mano de su madre, dice "Jesús" y el otro sonríe; sonríe y responde "gracias, majo" y Ana cree detectar un acento tal vez asturiano en la expresión del que parece el cabecilla, un tipo corpulento de barba atrasada y montaraz. Luego abren la puerta del chalé, después el portalón de la finca y se pierden en la espesura de los montes, entre robles, encinas, tejos y alerces, ágiles como alimañas.

Ana Álvarez, al verlos huir, piensa que, pese a la propaganda del régimen franquista, hay una España que se rebela y sobrevive contra toda esperanza en bosques, en cuevas, en barrancos, en desfiladeros, en pantanos, en trochas, en desvanes, en ruinas, en cumbres, y cada vez que uno de esos españoles fugitivos asome la cabeza, otro español le descerrajará un tiro depilándole el entrecejo y los cadáveres sembrarán el glorioso suelo patrio de esqueletos que alguien desenterrará con el paso de los años. [ Españoles, al llegar para mí la hora de rendir la vida ante el Altísimo y comparecer ante su inapelable juicio, pido a Dios que me acoja benigno a su presencia, pues quise vivir y morir como católico]. Ana se gira hacia su hijo y dice "¿y Franz?"

Cuando esa noche la telefonee Abelardo y Ana le cuente el suceso, su marido no preguntará qué tal están ella y el niño o cuánto dinero se han llevado los atracadores; se limitará a hacer un comentario que su mujer no entenderá hasta años después:

Sabía que esto iba a pasar tarde o temprano.

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(Capítulo de la novela El arte del puzle, de José María Pérez Álvarez (Chesi), Ediciones TREA, que estará a la venta a partir del 1 de marzo).

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