Con las cartas electorales ya sobre la mesa, y ratificada por una parte la estrategia del actual PSOE que, resumida, consiste en resucitar las dos Españas, y sus principales adversarios empeñados en que no se les ubique en la derechona tradicional, da la impresión de que en el inmediato futuro -al menos hasta el 26 de mayo- van a pintar bastos. Y eso puede influir, porque parece en los terrenos embarrados es donde se desenvuelve mejor Pedro Sánchez vistos los precedentes -sus primarias y la moción de censura- y porque no aparenta disposición a seguir otras normas que las suyas.

Lo que precede, que no es si no -como siempre- una opinión personal, lleva a suponer con cierto fundamento que los habitantes de estos Reinos habrán de asistir a lo de siempre, aunque más radicalizado. Y están abocados a las mismas consecuencias producto de una Ley Electoral obsoleta que entrega el poder de decidir el futuro de todos a unas pocas manos. Y no ha de verse en este punto de vista tanto una crítica a los que se benefician, que también, cuanto a los que lo permiten porque conviene bastante más a su propio interés que al general.

Por eso procede reclamar -aunque sin la menor esperanza de que acepten- a los contrincantes del 28-A un compromiso para que esta cita y la de mayo sean las últimas que se realizan bajo una norma que hace desiguales a los/as ciudadanos/as y establece en el Parlamento, y en los territorios, no una geometría mudable, como suelen afirmar algunos próceres, sino una geografía variable con distintos derechos, entre ellos el de representación. Y esas diferencias que -conviene insistir- resultan discriminatorias por el interés político son palabras mayores y no tienen por qué mantenerse ad calendas graecas.

Hay demasiados motivos, además de la evidente discriminación: un diputado en Cataluña o País Vasco no "cuesta" lo mismo en votos que uno en Galicia, sin ir más lejos y eso sitúa a la tercera nacionalidad histórica en desventaja. Y no solo en la geometría parlamentaria, sino en la geografía social. Algo que quizá pudiera admitirse cuando se redactó la Constitución de 1978 por motivos de estabilidad y la esperanza de reconducir los secesionismos nacionalistas hacia una lealtad colectiva. Y eso pareció funcionar al principio -pagando, por cierto-, pero hace tiempo que se demostró que ya no.

Esa es la razón por la que se necesita otra Ley Electoral que respete sin interpretaciones la realidad de un Estado en el que no puede existir la anormalidad de que medio millón de votos decidan más que cuarenta millones. Y que no se emplee una Cámara pensada para las Autonomías para otra cosa que la revancha de lo que decida un Congreso que tiene una representatividad discutible. Lo que se dice no para perjudicar a los nacionalismos, sino para mantener iguales los derechos de todos los demás, que son una abrumadora mayoría incluso entre las comunidades vasca, catala o gallega. Y reformar la Constitución para eliminar esa anomalía no precisa otra Carta Magna ni un nuevo proceso constituyente. Bastaría, probablemente un compromiso real, un auténtico contrato -como muchos políticos dicen, pero sin voluntad de cumplirlo- entre los partidos y la sociedad a la que sirven. Sería más lógico y sobre todo más justo que lo que hay.

¿O no...?