Hoy se clausura en el Centro Cultural de la Diputación, con un balance muy positivo de la experiencia, la exposición Arte privado en Ourense. Fruto del esfuerzo en común de un grupo de personas coordinadas por Ángeles Fernández, la iniciativa permitió disfrutar a los ourensanos de un arte que en contadas ocasiones se muestra fuera de ámbitos particulares. En la numerosa lista de artistas que llena el catalogo de la exposición encontramos dos de los retratistas más prestigiosos del siglo XIX español, se trata de Antonio María Esquivel (1806-1857) y Dionisio Fierros (1827-1894).

Con veinte años de diferencia entre ellos, ambos formaron parte del movimiento romántico, de una forma más bohemia Esquivel y de manera más burguesa Fierros. El primero inicia su formación en Sevilla aún muy imbuida del espíritu murillesco que el pintor mantendrá a lo largo de toda su trayectoria en muchas de sus obras. A este rasgo añadirá también la elegancia y el refinamiento aprendido de la retratística inglesa llegada a Andalucía a través de la colonia británica de industriales y hombres de negocios.

Mientras que la formación de Fierros transcurre en Madrid en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y en los selectos talleres de los Madrazo, en los que aprendió una técnica depurada que prestaba gran atención al dibujo y al modelado. Allí también conoció a muchos intelectuales y personajes importantes del momento. Sus primeras obras fueron retratos, quizás por la influencia de estos pintores que fueron los más importantes de este género durante siglo XIX español.

Cuando en 1831 Esquivel viaja a Madrid en busca de nuevas oportunidades, Dionisio Fierros era aún un niño de corta edad. El sevillano llega con la esencia de su estilo ya definido, pero el contacto con los círculos intelectuales del romanticismo madrileño le ayudan a modelarlo. Esto sumado a su destreza con el pincel, a la facilidad y la elegancia para el retrato y a su carácter afable y culto, pronto le permiten recibir numerosos encargos y llegar a ser académico de mérito y profesor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Cuando regresa a Sevilla lo hace ya con un nombre labrado. Los años que pasa en la capital hispalense son difíciles por la ceguera y por los pocos recursos económicos de que dispone. Pero también son años en los que queda patente la amistad y el afecto que los círculos artísticos madrileños le profesaban al volcarse en todo tipo de iniciativas para recabar fondos que le permitiesen curar su ceguera. En 1841 vuelve a Madrid ya curado. Esta última etapa se corresponde con un período de madurez artística que, sin abandonar ese eclecticismo nostálgico del barroco presente desde los comienzos, adquiere ahora mayor equilibrio técnico.

En 1855 cuando la vida de Esquivel está a punto de concluir, Fierros comienza su etapa de madurez con un viaje a Galicia para pintar cuadros de costumbres y descubre una tierra que le atrapa con sus tipos y su etnografía. Se convertirá en el pintor que da a conocer esta temática gallega.

Fierros pasa tres años aquí, cuando lo previsto eran tres meses, pintando cuadros de género, pero sobre todo retratos que le eran muy demandados por la burguesía y la pequeña aristocracia porque introducían las novedades estéticas de los Madrazo. Estos encargos fueron su apoyo económico durante este tiempo que pasó en Galicia.

De regreso a Madrid, se integra en los círculos oficiales y concurre a varias Exposiciones Nacionales y a otros certámenes lo que le obliga en ocasiones a someterse al rigor y las exigencias formales de un arte más académico. Parejo a esto sigue trabajando en temas costumbristas gallegos. A medida que pasa el tiempo, se percibe en su estilo una tendencia hacia el naturalismo que le lleva a prescindir de ciertos principios románticos. En 1872 regresa a Galicia donde permanecerá hasta 1877, fecha que marca el fin de su período de madurez. Es el momento en el que su producción de retratos aumentó considerablemente debido al prestigio y fama que había alcanzado y a la rapidez de su ejecución.

Su última etapa pictórica coincide con su asentamiento definitivo en Asturias, su tierra natal. Apartado ya del Romanticismo, alejado de las competitividades y con esa burguesía que seguía fiel a sus retratos, el pintor se siente más libre a la hora de coger los pinceles.

En la exposición que nos ocupa, hemos podido admirar sendas obras de estos románticos. Se trata de dos retratos: El niño Prátes Sidra, de Esquivel, y Virginia Álvarez, de Fierros.

Esquivel reconocía que pintaba retratos por necesidad material ya que por su gusto no haría ni uno solo. Esto se vería agravado, según sus propias palabras, por tener que sacrificar su gusto al de las personas que lo encargan. A pesar de ello, era lo que más le demandaban y lo que le ha dado mayor proyección social y artística, encontrándose algunos de ellos entre lo mejor de su obra.

El retrato del Niño Prátes Sidra se aleja de esa capacidad especial que tenía el pintor para la captación pictórica de los niños. En este caso va más allá de un mero retrato infantil, ya que fue pintado poco antes de su fallecimiento e incluso cabe la posibilidad que fuese realizado post mortem. Se puede decir que esta obra nos habla del destino de un niño que el artista plasma con una sobriedad intencionada y cuya formalidad no deja lugar a la libertad que pudiese permitir una pintura infantil.

Para un retrato de estas características el pintor, con gran dominio del oficio, trabaja con una gama limitada de colores y un dibujo nítido, pero sin renunciar a la esencia murillesca claramente presente en la obra ni a mostrar un rostro que, a pesar del ligero rubor de las mejillas, no oculta la enfermedad.

El retrato de Fierros corresponde a la compostelana Virginia Álvarez pintado en 1872 coincidiendo con su regreso a Galicia y con una época fructífera e interesante en el apartado del retrato, pues le precedía ya una reputación entre la clase alta adquirida durante su primera estancia en la región.

Fierros pinta a la mujer con un fondo indefinido de acentuados tonos oscuros, que se funden con su negro atuendo en el que solo destaca el camafeo con el retrato masculino, que refuerza su condición de viuda. Con una estética austera mantiene, sin embargo, el toque en las pupilas por influencia de Madrazo y las comisuras de los labios muy marcadas insinuando una sonrisa leonardesca. Más allá de los modelos estandarizados del retrato romántico, la obra evidencia el cuidado academicismo, el virtuosismo técnico y la elegancia de su autor para este tipo de pintura.

El dar a conocer el costumbrismo gallego a través de sus cuadros y sus numerosos retratos de la burguesía gallega, sumadas a sus largas estancias en Galicia, a la que le unían lazos familiares, hizo que Dionisio Fierros fuese incluido también entre los pintores gallegos del Romanticismo.

* Doctora en Historia del Arte.