Pensaba que la crisis política había tocado fondo, pero la mediocridad es un agujero negro que los políticos se empeñan en explorar. No sé si la física puede explicar cómo en lo más hondo yace lo más superficial, pero la política lo muestra con una claridad inquietante. Pedro Sánchez acaba de publicar su manual de resistencia, que podría tener sentido en clave interna de su lucha para hacerse con la dirección del PSOE, pero se vuelve contra él como presidente del Gobierno, porque ha sido resistencia frente a la palabra dada, elecciones, que por fin se celebrarán el 28 de abril. Por momentos hubo un rayo de esperanza de que su resistencia a convocarlas podría servir para encauzar la crisis catalana, pero enseguida se vio que el empeño estaba llamado al fracaso. El cencerro independentista y las alharacas de la derecha impidieron el diálogo. Para colmo, algunos miembros insignes de su propio partido acabaron por sumarse al ruido, temerosos de que cale el discurso incendiario que imputa a Sánchez romper España. Con amigos como estos no hacen falta enemigos.

El epitafio a la Presidencia de Sánchez podría ser "Lo intentó", pero sus memorias no autorizadas deberían titularse "Manual de inconsistencia", con un primer capítulo dedicado al nombramiento de ministros efímeros y acabando con otro sobre cómo gobernar con 84 diputados a base de decretos ley. Por el medio, falta de criterio e improvisación en asuntos importantes, que le han llevado a comparecencias cada vez más escasas ante la prensa.

Lo que nadie le puede negar a Pedro Sánchez es su talante educado, sin estridencias y abierto a diálogo, frente a las invectivas de los independentistas y la desatada iracundia de los líderes de PP, Ciudadanos y Vox, que han echado mano del diccionario de exabruptos, insultos e improperios contra el presidente, para enardecer a un electorado indeciso en saber a qué rapero de la derecha votar. El discurso de odio no es patrimonio de Valtony.

El nacionalismo es, por definición, de pensamiento único. Si está en minoría exige respeto al pluralismo y a la diversidad, pero si es dominante tiende a la imposición de su ideario. Al diferente se le señala, se le menosprecia y se le margina. Lo vemos en los nacionalismos catalán y vasco, pero también en el nacionalismo español. Casado y Rivera han alineado sus discursos junto al de Abascal bajo un mismo techo de casa cuartel con el lema "Todo por la patria"; precisamente el mismo que figura en catalán en el frontispicio de la masía de Puigdemont, Torra y Junquera. Se ofenden unos y otros al ser tildados de fachas o de supremacistas, pero no tienen empacho en situar al discrepante en la anti-España o en el mal catalán, según los casos, y descalificarlo como vendepatria o como botifler.

Las tres derechas se han apropiado de la bandera oficial, cosa normal, porque esa enseña monárquica les es consustancial; la izquierda la aceptó sin entusiasmo alguno como tributo a la Transición. Más grave es que se hayan adueñado del nombre de España y ahora, para colmo, de la Constitución. Se autoproclaman partidos constitucionalistas y excluyen de la categoría a los que no comparten su concepto unidimensional de la nación. Al adversario se le presenta como enemigo de España y, por tanto, como infractor de la Constitución. Les da igual lo que esta disponga, de ahí que afirmen sin ambages que Pedro Sánchez es un presidente ilegítimo y que ha cometido un delito de alta traición a la patria. Del mismo modo proclaman que, si ganan las elecciones, decretarán sin restricciones la suspensión de la autonomía catalana y prohibirán los partidos con ideología independentista. ¡Y estos son los partidos constitucionalistas! Creen que apagando la luz las cosas desaparecen; lo único que desaparece es la Constitución.

El problema de fondo es que la derecha tiene una idea clara de España, pero equivocada; la España sin complejos, dispuesta a obviar la diversidad nacional o a suprimirla al grito de a por ellos, mientras que la izquierda no tiene una idea de cómo organizar la España compleja. El embrollo constitucional es aún mayor, porque PP y Ciudadanos, al igual que los independentistas, pintan las líneas rojas al margen de la Constitución y de la interpretación trazada por el Tribunal Constitucional; unos para considerar que la unidad nacional es una cláusula de intangibilidad y otros para entender que el derecho a la autodeterminación existe al margen de lo que diga la Constitución. Los socialistas coinciden en las líneas rojas definidas por el Alto Tribunal, pero no saben qué hacer dentro de ellas, más allá de una genérica referencia al Estado federal. Con más confusión todavía se mueven Unidos Podemos.

Lo grave es que este enrevesado sudoku exigiría para su solución una reforma constitucional para la que no hay hoy consenso posible y, pese a ello, va a ser el tema central de la próxima campaña electoral, dejando en un segundo plano los problemas que más directamente afectan a la ciudadanía. Así las cosas, lo urgente puede esperar, porque lo inaplazable es decidir en estas elecciones qué hacer con el paro, la sanidad, la vivienda o las pensiones. Solo la conjura de los necios puede tener como prioridad inmediata aplicar a la Generalitat el art. 155 de la Constitución. La vacuna contra otro proceso unilateral de independencia saldrá del Tribunal Supremo.

*Catedrático de Derecho Constitucional