Esta legislatura comenzó torcida y acabó, como era de prever, saliéndose por la tangente. Algún día la cantidad de cosas inéditas que han ocurrido en los últimos tiempos se estudiará en las escuelas de ciencia política como paradigma de lo pérfido que resulta sacrificar la estabilidad de un país, lo esencial para los ciudadanos, por abocarlo durante años a una campaña electoral permanente, con mítines lo mismo en la Moncloa que en el banquillo del "procés", que no interesa a nadie. Queda poco sitio para más imprevistos y sorpresas, tras muchos días sin gobierno, parálisis, repetición de elecciones, condenas por financiación ilegal, casos de corrupción, alianzas de derrotados, tumbos, rectificaciones y hasta el caballo de Troya de quienes vilipendian al Estado decidiendo desde sus entrañas.

Gobernar con el respaldo seguro de solo 84 diputados supone tanto de osadía como de temeridad, y ninguna de las dos cualidades sirve para navegar por mares convulsos. Celebrar un referéndum de autodeterminación para que Cataluña decida su futuro es, con la ley en la mano, un imposible. Enlazar un problema grave -la precariedad del Ejecutivo- con otro terrible -la hoja de ruta hacia la secesión- para, por intereses cruzados, resolver una cuestión ordinaria -los Presupuestos- equivale a colocar un cartucho de dinamita en una presa para sacar un vaso de agua. Resulta tal desmesura que vaya usted a saber lo que ocurre, una filigrana de ingeniería o una catástrofe.

El Gobierno queda colgado de la brocha con las cuentas, pero aprueba la exhumación de los restos de Franco en el minuto de descuento y algunas decisiones asumidas, como el incremento de las pensiones y del sueldo de los funcionarios, consolidan y habrá que pagarlas. Los analistas hablan de un descuadre de 8.000 millones de euros que obliga a recortes. Sufragarán la factura los de siempre. En lo que toca a Galicia, el traspaso de la AP-9 y la devolución de 198 millones del IVA retenido a Galicia que el Gobierno había prometido reintegrar vuelven al limbo.

La legislatura estalló porque los socialistas no podían suicidarse electoralmente concediendo a los secesionistas lo que exigían y porque a los secesionistas, con sus conmilitones en el banquillo y compitiendo para no morir de desencanto por defraudar a la parroquia, les da igual que gobierne la izquierda o la derecha. Explotarán cualquier circunstancia en su provecho, por cesión o victimismo.

El ombliguismo independentista, con sus dogmas ventajistas para justificar atropellos, monopoliza la agenda y obliga a perder un tiempo precioso cuando el mundo avanza en otra dirección. Peliagudas cuestiones requieren respuestas globales, no cerriles y ensimismadas. La desigualdad, la economía digital, el terrorismo, las migraciones, la manipulación de las redes, la inteligencia artificial, las pensiones, el estancamiento del espíritu reformista, el despoblamiento rural o una enseñanza que incentiva la mediocridad no parecen concernir a nadie, aquí y ahora.

Los gallegos van a pasar por las urnas, desde 2011 hasta el próximo mayo, once veces en ocho años. Dos por elecciones autonómicas, cuatro por generales, tres por municipales y dos por europeas. Ocurre que los partidos andan empeñados en leer equivocadamente los escrutinios. Con la fragmentación, el electorado no aboga por el desacuerdo, sino por multiplicar los controles contra el poder omnímodo, fuente del deterioro del sistema y raíz de los males presentes. En vez de tejer coaliciones que aporten tranquilidad, seriedad, serenidad y sosiego a la escena pública, los respectivos líderes emplean las energías en lo contrario, con tal de imponer victorias pírricas.

Avanzar de órdago en órdago, intentando las piruetas más enrevesadas con discursos tramposos y maniqueos, no alivia las preocupaciones, ni facilita el quehacer cotidiano. Por persistir en estrategias así crece la desafección hacia los dirigentes, que alcanza cotas de desprestigio inauditas. La población atenazada por el miedo considera una estafa la democracia y las élites que la representan. Se expande el fenómeno del populismo, con su discurso vacuo, sus falsificaciones y sus devastadoras secuelas.

Gobernar no consiste en polarizar irremediablemente un país empujándolo hacia los extremos. Sí en servir al espectro más amplio posible de la sociedad, lo que obliga a contar, y mucho, con quien piensa diferente. Cualquier proyecto transformador ambicioso logra empaque y solidez cuando sintoniza con el sentir general. O sea, con esa sufrida y maltratada clase media laboriosa cada vez más proletarizada. La que con la crisis pasó de arreglarse con un salario a necesitar dos para comer, pagar la hipoteca y mantener a la familia. La que aunque no milite y nunca se manifieste, no es muda, ni indiferente.

Los políticos solucionan problemas, no se convierten en el problema sin solución. Las frivolidades llegaron al límite. España y en particular Galicia necesitan modernizarse y ponerse a correr a toda velocidad para no perder comba. La incertidumbre lastra el progreso. A no convertirla en estructural están obligados los candidatos que concurran a los enésimos comicios que acaban de llamar a la puerta.