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Daniel Capó FdV

La imaginación colectiva

Así como los antiguos griegos pensaban que la verdad necesita ampararse en la mentira, el buen funcionamiento de la democracia exige también la creencia en un "relato" noble que ensanche la imaginación de la ciudadanía: un mito fundacional que, bajo un ropaje narrativo, suscite el deseo del bien común. Para el politólogo Pierre Manent, la crisis propia de nuestra época tiene lugar precisamente en el espacio de la imaginación colectiva. "Después de todo -reflexiona el gran intelectual francés- la constitución de las naciones presupone un tipo de imaginación colectiva que nos persuada de que formamos parte de una misma comunidad: para un habitante de Brest y otro de Perpignan sentir que pertenecen a la misma comunidad requiere un esfuerzo y cierta capacidad imaginativa. Y ahora da la sensación de que ese proceso se ha debilitado y que duda radicalmente de sí mismo". En su crítica, Manent piensa especialmente en la globalización, conformada intelectualmente por unas elites deslocalizadas, que saben desplazarse de un país a otro, frente al hombre común que mantiene el apego a su tierra. Dicho de otro modo, el autor galo piensa en Francia (o en España) frente a la Unión Europea. Pero su análisis sobre la crisis política que vivimos puede aplicarse a otros procesos de desintegración social, como el que sufren también los viejos Estados-Nación. Con gramáticas diferentes, la mayoría de países europeos padecen el asedio de la fragmentación moral. Lo común se debilita en favor del dogma de lo particular o, por decirlo freudianamente, del narcisismo de las pequeñas diferencias. No es necesario acudir al conflicto territorial que arrostra España desde hace un tiempo y que constituye, sin duda, el problema más grave de nuestro país, sino que basta comprobar cómo, ante el avance de los discursos populistas, el relato noble de la democracia liberal se resiente en media Europa -ya sea en el Reino Unido, ya en Italia, Francia, Polonia o Hungría-.

En España esta debilidad de la imaginación común se sustancia en el ensombrecimiento de la luz de la Transición, a la que se ha desposeído de todas sus virtudes iniciales. Los dos partidos centrales de la alternancia democrática -PSOE y PP- ejemplifican a la perfección esta deriva. Si el conservadurismo ha explosionado a la italiana con tres partidos que se pisan los votos los unos a otros -sin contar con las variantes autonómicas de la derecha-, el PSOE cuenta también con un electorado roto casi al 50 %, dividido entre la socialdemocracia clásica, de raíz jacobina, y el sector identitario, obsesionado con las nuevas reivindicaciones civiles y culturales, hondamente emocional y situado en los ambientes de clase media más que en los propiamente obreros. Un PSOE fragmentado, aunque Podemos prosiga su implosión y le permita recuperar algo de voto, demuestra la ausencia de un relato capaz de articular una tradición constructiva. De la bondad de un mosaico ideológico capaz de integrar la pluralidad, hemos pasado a una guerra de trincheras empeñada en la deconstrucción de la vida en común. El desplazamiento hacia los extremos empieza ya a resultar inquietante porque, una vez que han caído ciertos muros, resulta muy difícil volver atrás y encontrar un punto de equilibrio lo suficientemente persuasivo y razonable. La ensoñación habitual del populismo consiste en destruir la realidad para consolidar un demos distinto, depurado de adherencias pretéritas. Pero eso no sólo es falso, sino que apela únicamente a la verdad del poder desnudo. Y nada hay menos democrático que una sociedad dividida entre el todo y la nada, el bien incuestionable y el mal absoluto.

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