El cementerio de La Almudena, en Madrid, amaneció con varios símbolos de vandalismo y profanación. Pintura arrojada sobre las lápidas de Pablo Iglesias y Dolores Ibárruri, garabatos en el Muro de las Trece Rosas; y dentro del sector católico del camposanto, manchas y más garabatos en el Monumento a los Caídos de la División Azul. Lo más alarmante de la manifestación del pasado domingo, por supuesto, no fue la manifestación en sí misma, sino el juego de interpretaciones y lecturas que se pusieron en marcha -y circularon por las redes- antes de que hubiera concluido. Y lo que había era un revival ligeramente espeluznante de guerracivilismo. Para la izquierda los manifestantes eran lo peor del país, escoria ciudadana, fascistas grotescos, nostálgicos del franquismo, polluelos del aguilucho, gente controlada por un espíritu de odio y confrontación que no quiere diálogo, sino imponerse autoritariamente. Todo esto se dijo, se subrayó, se retuiteó toda la jornada, y un periodista catalán muy fino explicó que los convocantes querían dar un golpe en la calle, a la venezolana, atemorizando al Gobierno o provocando su caída, el mismo fino periodista que en su cotidiana sopa juliana jamás ha incluido ninguna severidad semejante sobre los dirigentes independentistas detenidos y a punto de ser procesados por -intentar- subvertir el orden constitucional en Cataluña.

La foto de Casado y Rivera con el líder de Vox fue una estupidez perfectamente innecesaria y contraria a sus propios intereses partidistas y electorales. Es un error de cálculo de jovencitos desquiciados por tocar la chicha del poder de una vez. El manifiesto leído por escribidores y tertulianos se sostenía sobre un conjunto de falsedades tan grotestas como estúpidas, que terminaba con la conclusión implícita de que Pedro Sánchez era un traidor a la patria que además disfrutaba pisoteándola. Sí, traidor, felón, incapaz, majadero, miserable, mentiroso, canalla, pedante. Mucha gente -muchos miles de personas- se acercaron a la plaza de Colón, simplemente, porque quieren elecciones ya, porque estiman que el Gobierno no puede sostener su acción política con aliados como Podemos y, menos aun, las fuerzas independentistas de Cataluña, porque creen que dialogar con Torra y sus compinches es un despropósito: Torra no quiere dialogar, quiere que se atiendan puntualmente sus reivindicaciones, y solo está dispuesto a negociar cierto margen en los plazos. Y contra lo sermoneado por los bienpensantes y los cínicos -siempre hermanados- ningún diálogo político es incondicional, porque sin premisas y límites mutuamente aceptados ningún diálogo político fructifica. Pero esos miles de ciudadanos se equivocan. Su imagen -y su mensaje- ha sido secuestrada por los partidos convocantes y por los medios de comunicación afines a los mismos para galvanizar una estrategia de oposición frontal al Gobierno socialista y de feroz deslegitimación de Sánchez.

Esto es guerracivilismo puro y duro. Una infinita, interesada e irresponsable confusión, farsante y pasional, en la que todas las partes creen que sacarán su buena tajada político-electoral o que al menos no la perderán, una conmoción cotidiana y hastiante en cuyo centro late un minucioso desprecio al pluralismo político y una consideración bastarda, instrumental, corrosiva, de las instituciones públicas y de las reglas del juego democrático. No crean que estamos en peligro por la inminente llegada de los bárbaros por el norte o por el sur. Los bárbaros están aquí, en los ministerios, en las asambleas legislativas, en los despachos del poder o de la oposición. Y no van a tener piedad de nosotros y, menos aun, de la democracia parlamentaria.