Su grandeza era inversamente proporcional a su estatura; su bondad libre y desatada. No escondía un átomo de rencor o malquerencia, todo en él rezumaba afecto y cariño para con los demás. Nuestro querido Rive era feliz en el encuentro, dichoso en la palabra, abnegado en el esfuerzo y sublime en el afecto. Llegó a nuestras vidas con la esperanza de quedarse y en ellas fue quien de enraizarse para siempre. Supo entender que la amistad franca y verdadera trasciende nuestras diarias cuitas, los quiebros y recodos de nuestras andanzas y también los escarpados meandros por entre los que discurren nuestras vidas. Como esos pétreos hitos que delinean e informan el Camino de Santiago, su legado dará siempre razón y conciencia de la sentida relación. Tuvo tantos amigos que ni siquiera todos lo supieron. Tal era su comprensión del afecto y la lealtad.

Y es que afortunadamente el destino nos abraza con el ejemplo de vidas singulares. Personas que ordenaron su camino a lograr el bien ajeno y que supieron comprender que la mayor felicidad reside en la conquista y la ilusión compartidas. Cuando allá por los ochenta el alpinista Fernando Garrido culmina la hazaña de permanecer más de sesenta días en las cumbres del Aconcagua, invitado por José María García para que describiese sus emociones en aquel glorioso momento, le explica que nada había sentido porque a nadie tenía con quien compartirlo. Ni los siete mil metros de altura, ni los cincuenta grados bajo cero, ni tampoco la falta de oxígeno le impidieron dar tan acertado contenido al concepto de amistad, de cercanía. De unos para con los otros. Esa recíproca comprensión de cada vida y sus circunstancias, sin más reticencias que la satisfacción ante el bien ajeno o la abnegada indulgencia ante sus imperfecciones. Aunque, cierto es, la realidad nos someta en ocasiones a duras pruebas que comprometen el alcance de nuestra particular benevolencia.

Me considero afortunado al haber podido compartir el buen sentir de muchas gentes. Desde Felicidad, una persona que desde la atalaya de sus muchos años nos ofrecía a cada instante la profunda generosidad de su sonrisa, hasta Aurora, esa amiga que cada mañana convierte el cordial saludo en un brindis por la vida. Tantos y tan variados testimonios que nos hacen comprender que en la sociedad encontramos la mejor compañía y que cualquier retiro, por breve que sea, anhela con frecuencia su necesario regreso.

Ciertamente, no todo principio y fundamento de amistad han de ser iguales. Aristóteles distinguía varios tipos, según tuvieran como razón y fin el particular interés, el placer o la bondad y la virtud. Sin embargo, la experiencia con frecuencia nos enseña que muchos y variados pueden ser los caminos que conduzcan a una profunda e intensa relación. Por tortuosos o extraños que fuesen los inicios, o por dificultosas que encontremos las razones.

Sírvanos de consuelo que San Pedro negó tres veces a Jesús y no por ello fue depuesto del proyecto.