Parece que el periodismo se va recuperando del grave intento de suicidio de protagonizó a finales de los años noventa, al iniciar su mudanza al ecosistema digital. La información periodística contrastada y relevante -una mercancía de altísimos costes de producción y, además, la única sustancia capaz de engrasar el mecanismo de la democracia- empezó a regalarse a los lectores. El plan maestro era que la publicidad digital, a imitación del modelo de negocio del papel, no sólo subvencionase parte de la producción de noticias, sino que permitiera entregárselas totalmente gratis al lector. Si quitábamos los costes de impresión, las cuentas salían. Era perfecto.

Pero no. Llegaron las grandes plataformas tecnológicas como Facebook o Google y, primero, se apropiaron de la publicidad. Luego, casi al instante, también de los contenidos producidos por los medios de comunicación con cargo a sus ya maltrechas cuentas de resultados. Entonces contemplamos casi un truco de magia, la anomalía más inexplicable del capitalismo: en un mundo en el que nada es gratis, los periódicos digitales tenían que serlo por imposición de los lectores. Se instaló el dogma de que, en el mundo digital, era un auténtico robo cobrar por la misma información que, en cambio, sí tenía un precio nada problemático, nada discutido, cuando el soporte era el papel milenario. Como si el mismo contenido se transubstanciase al pasar de la celulosa al bit y su valor se evaporase.

A consecuencia de esta peligrosa mutación del sector de la información, pasó lo que pasó, lo que aún sigue pasando: la prensa entró en picado y como la banalidad tiene un coste de producción cercano a cero, la idiotez escrita, grabada o filmada empezó a disfrazarse de periodismo para conseguir abastecer el siempre hambriento guirigay global; sobre todo el que se instaló en las redes sociales. Un cualquiera resbalaba con una cáscara de plátano y aquello era, de repente, noticia. Mejor dicho, era la noticia del día. También se desató algo peor que esa feria de las banalidades: como habíamos detenido la gran máquina de producir verdades, entramos alegremente en la gran era de la mentira. Ya saben: Trump, Putin, Zuckerberg?

Proclama "The Washington Post" en su cabecera que la democracia muere en la oscuridad. Y lo que abonamos con ese riego planetario de información gratuita, donde la opinión de un pato pesaba tanto como la de un catedrático (que a veces, es verdad, son intercambiables) fue una inmensa oscuridad mental de fuegos artificiales que nos aturdía, y aún aturde. Por fortuna, nuestra propia animalidad, nuestra pulsión evolutiva, sigue demandándonos sistemas de información veraz y jerarquizada que nos permitan, a modo de GPS, orientarnos en la selva de la vida. La cabeza sigue pidiéndonos con el desayuno esa cosa que llamamos "periódico" para empezar el día con rumbo. Y, ahora, además, junto a esa necesidad de recuperar la brújula, volvemos a recordar aquello tan evidente que olvidamos: que el periódico cuesta hacerlo. Porque lo hacen las personas. No los algoritmos. Los algoritmos no tienen que pagar hipotecas.

Hay quienes nunca lo olvidaron -quienes nunca se apuntaron al suicidio colectivo de la prensa- y ahora empiezan a cosechar lo que sembraron. El periódico británico "The Times" rechazó desde el principio regalar sus contenidos y hoy cuenta con más de 300.000 suscriptores exclusivamente digitales o que también se combinan con el papel. Su director, Alan Hunter, declaraba recientemente: "Nos dijeron que estábamos locos, que no entendíamos cómo funcionaba internet, pero pronto se dieron cuenta de que la gente está dispuesta a pagar por lo que necesita. Fue importante lanzar el mensaje de que si querían nuestra información, fuese en el formato que fuese, había que pagarla, y eso nos ha diferenciado y ha hecho que se disparen nuestros números". Otros periódicos del Reino Unido dan despertado del sueño (pesadilla) de la gratuidad y han redescubierto que si ofrecen esa costosa información de calidad, pueden cobrar a sus lectores sin que nadie se rasgue las vestiduras. Al fin y al cabo era el pacto que tenían con ellos desde hacía décadas. Eso, sí, aún queda un asomo de inexplicable culpabilidad: se habla de "restringir" el acceso, de "cerrar" noticias. ¿Antes, en los quioscos, los periódicos estaban "cerrados"? ¿Algo que cuesta como un café está "restringido"?

Al otro lado del Atlántico parece que también va diluyéndose la anomalía de la gratuidad de la prensa de calidad. El periódico "The New York Times" ya genera el 40% de sus ingresos a través de su edición digital. Ahora tienen ya 4,3 millones de suscripciones (2,54 millones en la edición digital) y están convencidos de que alcanzarán la gran meta que se habían fijado para 2025: 10 millones de suscriptores. Diez millones de personas que utilizan su dinero (muy poco en relación a sus ingresos totales) para intercambiarlo por un selecto puñado de coordenadas informativas que les ayudarán a guiarse por su barrio, su ciudad y por el mundo entero.

Y un dato más de las cuentas de "The New York Times" que interesa a los periodistas -esa canalla empeñada en trabajar y cobrar- pero también a la ciudadanía en general. Los ingresos procedentes de las suscripciones y la publicidad digital de NYT ya dan para pagar dos veces los gastos de la redacción. Resulta que, contra lo que algunos pronosticaban, las redacciones digitales no tienen que ser poco más que entes unipersonales. Ahora el periódico neoyorquino da trabajo a 1.600 periodistas (cifra récord en la compañía) y prevé contratar a más. Para seguir disipando la oscuridad.