La antigua imagen del funcionario y su percepción por el ciudadano han cambiado de forma notable. Puede decirse que hoy ya no es visto como aquel hombre hosco y ceñudo cuya respuesta agria y mirada recelosa provocaban en el administrado la embarazosa sensación de que, con su presencia, no hacía sino importunar el derecho a un asueto y un sosiego meritoriamente ganados por oposición. Lo cierto es que aquella vieja estampa se ha visto desplazada por el trato amable y cooperante, y hasta paciente en ocasiones, con el que el público es comúnmente atendido por el funcionariado; hoy, eso es lo habitual, y la acritud es ya excepción.

Además -y esto es importante- ha desaparecido la ventanilla. Toda una institución. Y todo un símbolo. No le era dado al administrado ver el rostro de la deidad-burocracia sino a través de aquel ventanuco ante el que el ciudadano había de inclinar la cerviz para dirigirse al funcionario, ademán reverente que venía a ser la expresión o traducción gestual de aquel "suplico" que, con mayúsculas rogativas, se estampaba al pie de toda instancia.

Pero cuando hablo ahora del burócrata, no aludo al servidor público en general, como unidad física y celular del aparato burocrático, sino a un modo de ejercer ese servicio, propio de quien padece cierta esclerosis intelectiva que le hace esclavo de la letra. Uso, pues, el vocablo más en función adjetival que sustantiva; burócrata sería así una cualidad peyorativa de algún funcionario singular. Se trata de una infraespecie administrativa de la que quedan ejemplares aislados, pero incordiantes y chinchosos.

¿Quién, en obligados ajetreos por la maraña administrativa, no se ha topado alguna vez con un burócrata integral y genuino? ¿Quién no ha sufrido la tiesura de su rudo y almidonado entendimiento? ¿Quién no se ha dado de bruces con su obtuso modo de entender la norma? Tropezaremos tarde o temprano con alguno, pues es ejemplar que principalmente habita en la fronda silvestre de la Administración.

Se mueve con agilidad y destreza por entre el tupido ramaje de decretos, órdenes y circulares, estadísticas, promedios y baremos. Salta de uno a otro con seguridad, sin titubeo, con gozo y sin pereza. Le veremos venir, ágil y seguro, avanzando hacia nosotros por entre el circuito de mesas repletas de papeles, ordenadores y carpetas; lleva nuestro expediente entre las manos y las gafas a medio camino de la pendiente nasal; es esta una posición estratégica que le permite dominar dos planos con solo un movimiento vertical de sus pupilas. Su forma de mirarnos delata su escepticismo; y es que, en el fondo, abriga la íntima sospecha de que somos solo sombras que se proyectan en la caverna de la entraña burocrática, pero que la verdad verdadera es la que habita en su expediente.

Para nuestro hombre, su élan vital es la progresión del trámite, el expediente en movimiento, donde el impreso es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto son y de las que no son en cuanto no están; lo que no tiene casilla predispuesta no existe en el mundo, una equis en cuadrícula errada es como una verruga, una deformidad facial, y la que no se cubre, un atrevimiento que desluce el expediente.

El burócrata se sabe minúsculo eslabón de la infernal tramoya, callado servidor de la desmesurada máquina. Incapaz de elaborar un pensamiento propio, carece de habilidades hermenéuticas. Sin iniciativa alguna, sobrevive en la obediencia y es cautivo de cualquier protuberancia ordenancista por superflua o inútil que esta sea. Del expediente solo le interesa que se haya honrado y acatado la ordenanza, mas su cerebro acartonado hace de aquel un paredón opaco que no le deja ver la vida de carne y hueso que palpita en los papeles.

Ser burócrata es, al final, un modo de ser, una actitud ante la vida. El Wilhelm Meister de Goethe lo definía como un hombre bueno y leal que, preocupado con el Derecho, no alcanza a ver nunca la justicia. Inquietante definición porque, en realidad, va más allá del simple funcionario.

*Magistrado de la Audiencia Provincial en Vigo