A la salida del supermercado, donde acababa de comprar un bote de pimentón Imelda, justamente en la puerta sin llegar a pisar la acera, se encontró con su amiga Higi, Higinia, a la que no veía desde hacía más de treinta años. Se abrazaron e Imelda olió muy emocionada y lagrimeante el olor de siempre de Higi, el de la colonia fragante de agua de mirto y azahar. A continuación comenzaron a caminar juntas en silencio hasta que Imelda le preguntó por su vida e Higi la miró sonriente, pero con un rictus de amargura que inquietó a Meldi y la impulsó a preguntarle si no era feliz. "No, no lo soy", le respondió. Y añadió llorosa que era muy desdichada.

"Cuéntame por qué." le pidió dulcemente Imelda.

Higi, en silencio, se subió la manga izquierda de su chaqueta. "Mira," le pidió en tono de súplica. Y le mostró la mano convertida en un horrible muñón.

"Me la cortó él, Germán, mi marido; pero lo peor fue que también se la cortó a Bibi, nuestra hija Bibiana, por tratar de impedir que me mutilara de aquella forma tan bárbara. Fui a denunciarlo y todo está en manos de una abogada en quien confío totalmente. Bibi está sufriendo mucho debido a que algunos alumnos, no las compañeras, del colegio la llaman burlonamente "la manquita de la Reina", porque vivimos en la calle de ese nombre.

Imelda se había quedado sin palabras, pero enrabecida y quemando de furor, pensando que aquella fiera que era el marido de Higinia, la dulce Gini, merecía un castigo ejemplar y público, para escarmiento de los demás ogros bestiales como él y que dejaran de martirizar a sus mujeres pues, aunque, de momento, fueran un solo par los que abandonaran la horrible costumbre de maltratarlas, habría sido una acción esperanzadora, buena y justa.

Pero Higinia no le había hablado nunca a Imelda de la espantosa verdad de su vida desde la infancia hasta entonces, cuando ambas eran sesentonas. Meldi ignoraba por completo que Gini había vivido un calvario en la niñez desde su segundo año hasta la adolescencia, cuando se fue a vivir con su abuela, a la que no le contó nada de lo que le obligaba a hacer su padre e hijo de ella, su bondadosa y divertida abuelita. No le dijo palabra de que aquel infierno de su vida se debía a los tocamientos de su padre por todo el cuerpo y a lo que la obligaba a aguantar, algo asqueroso, lo más repugnante del mundo, como meterle a la fuerza en la boca su miembro hasta que se lo mordió, dándole un mordisco morrocotudo, y echó a correr oyendo sus amenazas de castigos horrorosos y hasta de muerte.

Tenía entonces doce años y llegó llorando a la casa de su abuela que la acogió y prohibió a su hijo que se le acercara, si no quería ser encerrado en una mazmorra por degenerado. Y su vida cambió para bien protegida por su abuela, aunque a veces le hacía llorar pensar que su madre sabía todo lo que le ocurría y no había hecho nada por evitarlo e incluso, a veces, la acusaba de tener la culpa por andar medio desnuda, en actitud provocadora, lo que era una horrible mentira.

Imelda, al escuchar las últimas palabras del aterrador recordatorio del pasado de Higinia, se dijo que debían crearse clubes o círculos o asociaciones, donde las mujeres que padecían un mal trato de la bestia machista pudieran acogerse y lograr meter en la cárcel al animal humanoide que las torturaba y mataba. Era pavoroso saber que todavía, a aquellas altas horas de la historia de la humanidad, las niñas y mujeres sufrieran una vida diaria dolorosa de castigo y tormento. Pero, cuando iba a abrir la boca para hacer esa propuesta, rompió a llorar con desesperación y desconsuelo, de modo que la bolsa de la compra se le cayó al suelo y el tarro de pimentón se abrió y esparció dejando en la acera una estela de color rojo fuego.

Unos días después, Imelda conoció a Bibi, la "manquita de la Reina", y se dijo con alivio que era fuerte, libre, inteligente y que, por eso, era evidente que se amaba, respetaba y protegía a sí misma.

Por su parte Bibi pensó que Imelda, además de guapa, era risueña, alegre, ocurrente y divertida y aquella noche, en su cuaderno nocturno, donde volcaba lo más reseñable del día, escribió: Es una suerte haber conocido a una mujer tan interesante como Imelda. Su nombre significa fuerte, valiente en la batalla, aunque me parece que es muy pacífica y que prefiere la paz a la guerra. Y puede que sea una escritora de novelas de amor, no siempre feliz, sino a veces envuelto en lágrimas y sufrimiento.

Unos meses después, Higinia y Bibi recuperaron las manos debido a la insistencia de Imelda que las llevó a la clínica de su amiga Odila que se llamaba a sí misma "Reparadora de desperfectos en cuerpos humanos."

Y madre e hija vieron cumplido su anhelo de volver tocar Higi, el piano, y las maracas, Bibi,

Y fueron todo lo felices que pueden ser las mujeres libres de amos autoritarios y mandones.