A la vista de lo que hasta ahora ha conseguido -que, renovado por quinta vez consecutiva como el vial de su tipo que recibe más quejas de usuarios entre cuantos hay en España-, parece necesario insistir en todo lo relacionado con la AP-9, también conocida como Autopista del Atlántico. Y no solo por las quejas de los usuarios, sino por las reclamaciones de cuantos viven a uno y otro lado de su trayectoria, que son diversas y entre ellas figuran por supuesto las que se relacionan con mejoras de sus conexiones con los núcleos urbanos y también del estado de su pavimento y de la limpieza de sus márgenes o la iluminación en su recorrido. Que por el cuidado de todo ello se paga el peaje.

(Ya de paso, aunque resulta básico, procede hacer una especial referencia a la carestía de la autopista y a los reiterados incumplimientos que la concesionaria lleva a cabo acerca de las reclamaciones de la ciudadanía. Uno de los casos más flagrantes es el del mantenimiento del cobro a quienes viajen desde Vigo a Redondela, que además contrasta con la gratuidad para quienes atraviesan el puente de Rande hacia o desde el Morrazo. Lo que se dice no porque esté mal lo segundo, sino porque no es justo lo primero, y además tan difícil de entender como de explicar).

Ocurre que, para desgracia de los/as gallegos/as, lo que todavía falta por invertir aquí para completar las infraestructuras -y, de paso, generar empleo- es una evidencia para todos menos para los que atienden antes y más a las órdenes de sus jefes que a los intereses generales. Y citada ya la AP-9, cabe hablar de desfachatez cuando se afirma que a este antiguo Reino se destina más dinero que en años anteriores, o que los Presupuestos del Estado atienden como nunca las necesidades sociales. Desde luego no, verbigratia, a la despoblación, la dispersión, el envejecimiento o la dependencia.

Conste que cuando se habla de "desfachatez", y aunque la referencia sea el último ejemplo, no se limita la expresión a personas concretas o al partido que esté en la gobernanza. Es un mal general que se extiende desde la confusión del orden de lealtades y se prioriza la que se debe a las propias siglas sobre la obligada al conjunto de la sociedad. Lo que a veces es resultado de la miopía política, pero con mayor frecuencia del sectarismo. Que afecta a la generalidad del oficio público -con algunas excepciones-, pero a unos ejercientes más que a otros.

Lo peor de todo es que frente al sentido común, los sectarios suelen ser escogidos por los gobernantes para que representen o defiendan sus posiciones sin exigirles un mínimo de objetividad -la sinceridad es una virtud aún más escasa y quizá por eso no se reclame- para reforzar sus argumentos. De ahí que, en lo que respecta a Galicia, abunde una paradoja: que casi todos los que predican en el nombre de otro aseguran dedicarle a este Reino todos sus esfuerzos, pero el ritmo real de las mejora es de una lentitud que exaspera. Y aunque los habitantes del Noroeste tienen una paciencia probada, convendría no abusar.

¿O no...?