Como musicógrafo purista, el padre Luís defendió el origen griego de la música gallega a partir de las colonias que poblaron en las costas. Las cuatro tonalidades griegas (Jónica, Dórica, Lidia y Mixtolidia), estarían muy marcadas en los cantos gallegos, tanto en su tónica, como en su ritmo y también en sus giros melódicos, según los estudios del sabio franciscano.

A mediados de los años veinte del siglo pasado, aconteció un cierto debate en algunos ambientes culturales sobre la idoneidad y la adecuación del himno de Galicia a partir del célebre poema Os pinos, de Eduardo Pondal, con música de Pascual Veiga. El padre Luís no participó en la controversia, ni cuestionó su esencia desde el púlpito. Sin embargo, no negó una respuesta comprometida sobre el peliagudo asunto a su buen amigo Jaime Solá, quien divulgó su reflexión en Vida Gallega a finales de 1925.

Para el musicólogo franciscano tal composición técnicamente ni era gallega, ni era un himno. Así de claro. De acuerdo con su docto entender, no existiría en la música gallega el compás propio y característico del himno. En definitiva, no estaría en su espíritu más genuino el sentimiento verdadero que requiere un himno y, por tanto, su artificialidad resultaría patente.

Defensor a ultranza de la pureza clásica, para nada reñida con la música popular, el padre Luís sugirió a su amigo Solá una alternativa a componer como himno, tomando como base una antiquísima marcha interpretada con chirimías en las catedrales para celebrar fiestas solemnes.

Considerado hoy el himno como un símbolo de Galicia, incluso por ley, aquella disquisición musical suena un poco a herejía maldita.