En los asuntos fundamentales, en las llamadas cuestiones de Estado, la primera obligación de un político serio no es entenderse con sus adversarios, sino hacerse entender por ellos con absoluta claridad. El tenaz voluntarismo de los líderes separatistas catalanes tal vez no hubiera llegado al patético acto de proclamación de independencia si, al inicio del "procés", se les hubiera dicho con total firmeza que jamás lograrían su propósito porque el Estado español nunca aceptaría una secesión unilateral, es decir, su suicidio como entidad política soberana. A falta de esto, resulta indudable además que los separatistas creyeron encontrar la coyuntura histórica más favorable para sus propósitos; y no les faltaba un punto de razón.

En efecto, en primer lugar, España atravesaba una crisis económica pavorosa, susceptible de desatar todos los lazos de la legitimidad constitucional por parte de un amplio sector de la ciudadanía catalana, convencida propagandísticamente de que el escenario de penuria se transmutaría, con una República independiente, en la abundancia de la "Dinamarca del sur". En segundo lugar, el Gobierno español, presidido por Mariano Rajoy, era más proclive a la ambigüedad, el dontancredismo y la huida que al enfrentamiento directo. La vergonzosa gestión gubernamental del episodio del referéndum de secesión lo demostró con creces. Por último, pero no menos importante, la izquierda española era, y es, radicalmente incapaz de defender a España como un proyecto nacional (no meramente estatal) dentro de un proyecto europeo que no puede ser nacional, pero sí cada vez más estatal.

Una vez pasados la trapisonda y el gatillazo final del octubre independentista, y ya en su fase de vista oral el proceso penal contra los líderes de la intentona no fugados al extranjero, comienza otra fase de ruido. Se trata de descalificar ante la opinión catalana, y sobre todo ante la opinión internacional, la imparcialidad del Tribunal Supremo y la posibilidad real de un juicio con todas las garantías. Ahora bien, esas maniobras, que hay que dar por descontadas, deben ser eficazmente contrarrestadas por el aparato estatal, incluido un servicio exterior más atento que hasta ahora frente a la fuerte propaganda separatista. El problema verdaderamente importante, sin embargo, es el que va a suscitar una sentencia condenatoria de los gerifaltes procesados. Ya ha habido una movilización organizada por los nacionalistas y secundada por la izquierda en orden a obtener su libertad provisional; y eso que los demás dirigentes de la rebelión o sedición se hallan sustraídos a la acción de la justicia, con lo que se encuentra doblemente justificada la medida cautelar de prisión de Junqueras y los demás encarcelados. Tampoco han faltado promesas de indulto formuladas, con insufrible frivolidad, antes de su eventual condena; hasta el punto de que, caso de proseguir los socialistas en el Gobierno (y salvo que fuera en coalición con Ciudadanos), nadie pone en duda la excarcelación inmediata de los sentenciados. El indulto, además, será con completa seguridad uno de los temas estrella de la próxima campaña de las elecciones generales, si éstas tienen lugar después del fallo judicial.

Y digo yo: para pacificar y normalizar Cataluña, cosa que no consiguió la aplicación aguada del célebre artículo 155, ¿es necesario semejante agravio a la Justicia y a la dignidad del Estado, imposibilitado de defenderse frente a quienes pretenden destruirlo? No lo creo. El indulto por el que se clama aun antes de que haya condena no apaciguará nada y lo incendiará todo. Solo la voluntad clara y expresa de defender la unidad del país podrá reconducir la política catalana al cauce constitucional y estatutario.

La cuestión del indulto no resulta ajena al deseo de algunos de elevar el Estatuto catalán al rango de la Constitución para configurar el marco del regreso a la normalidad. Al respecto, se han ideado ingeniosos mecanismos de referéndum simultáneo (a celebrar al mismo tiempo en Cataluña y en toda España) sobre un remozado Estatuto y una Constitución renovada para facilitar el encaje de aquél. ¡Cuánta confusión interesada o cobarde! ¡Como si los independentistas fueran a conformarse con una estación de tránsito y no una estación de término!

A este paso únicamente recorreremos el camino que conduce al constitucionalismo líquido. Nada valdrá entonces el Estado democrático de Derecho que hemos construido con tanto esfuerzo desde 1978, y España merecerá cuanto le suceda a continuación, o sea, su desmembramiento territorial y el fin de su trayectoria histórica como nación.

*Profesor emérito de Derecho Constitucional