Por más que algunos hablen de redundancia, no debiera haber en Galicia alguien que con un mínimo acceso a la opinión pública dejase de insistir en los riesgos de la precariedad laboral que padecen sobre todo las/os jóvenes de este país, además de los mayores de 50/55 años. Y que según publicó FARO se mide ya en una proporción cercana a la tercera parte de los hogares gallegos. Una precariedad que no es solo resultado de contratos temporales, sino de salarios muy escasos, de mil euros mensuales o menos, que empujan hacia arriba las cuentas de creación de empleo del INEM, pero no resuelven el problema de fondo.

Es cierto que, más allá de establecimiento del salario mínimo y de normas sobre convenios colectivos y otros aspectos reguladores de derechos y obligaciones laborales, el sistema apenas tiene mecanismos realmente eficaces para impulsar el empleo privado. Y quizá para afrontar esa cuestión, o al menos paliarla, el poder político articula fondos que en teoría se orientan al fomento de puestos de trabajo, pero que -y basta revisar la realidad- apenas mueven las estadísticas en la dirección adecuada. Y eso que la cuantía de las ayudas alcanza cifras que debieran dar otro fruto.

Se ha repetido hasta la saciedad y desde la práctica totalidad de los foros económicos y sociales que la precariedad y la escasa calidad de los salarios incidían de forma directa en la crisis demográfica. Que anuncia ya, desde estudios solventes, un horizonte realmente dramático para los/as gallegos/as y sus intereses. Este Reino envejece a pasos agigantados, y cada vez es más corto el plazo de las advertencias que organismos internacionales repiten desde hace lustros, sin que se haya articulado aún una respuesta política adecuada.

Es evidente que no se trata de reclamar aquí y ahora la intervención directa de los poderes públicos en la libertad de mercado ni decidir la creación de empleo privado. Pero sí puede hacerlo en ámbitos que sin llegar a intervenciones directas permitirían actuaciones mucho más eficaces que la subvención o la ayuda. Que, dicho sea de paso y sin mala intención, son relativamente fáciles de destinar en la práctica a objetivos diferentes a los teóricos para los que se conceden. Y basta recordar lo sucedido con fondos para al sector financiero durante la crisis.

Sin caer en las comparaciones, que son odiosas, sí procede recordar que mientras el sector privado en materia de empleo ha bajado muy notablemente sus cotas salariales, el público emprendió un camino opuesto, con la recuperación de niveles remunerativos perdidos hace años, el establecimiento de la carrera profesional y la funcionarización de los trabajadores laborales. Mejoras que no son en absoluto reprochables, pero que incrementan la distancia entre unos y otros y que fortalecen la convicción de muchos de que la función pública es en el fondo un seguro laboral en el que no hay precariedad y trabajo y salario están garantizados de por vida. Y eso multiplica de modo creciente el número de aspirantes al ingreso en los escalafones, pero no resuelve la cuestión del paro. De vez en cuando hay alegrías, como la EPA recién publicada, pero que demuestra de nuevo que lo que aumenta es el número de precarios. Cierto que es preferible trabajar a estar parado, pero la solución no consiste en que eso se haga "como sea", sino como se debe.

¿No...?