Fue Marco Licinio Craso hombre avezado en riquezas. Nacido en baja cuna, supo cabalgar hábilmente el corcel de su ambición en cuyas colmadas alforjas nunca faltaron la codicia, la extrema crueldad de los tiempos o la sagacidad y astucia que la acumulación de fortuna supone con inusual frecuencia. Supo eludir el cruel destino de su padre y hermanos, ajusticiados impíamente, refugiándose en aquella Hispania romana del siglo I a.C., la misma que poblaron nuestros antepasados y a la que dio nombre la actual Sevilla, por entonces Hispalis. Aquí saqueó cuanto pudo, incluyendo la ciudad de Malaca, la Málaga de Picasso o Banderas, y ya de vuelta a la Roma imperial logró acumular una hacienda estimada en más de siete mil talentos. Para entendernos, algo así como un Jeff Bezos antes del divorcio o un George Soros sin la generosidad, conciencia y altruismo de Amancio Ortega. Podríamos decir que superadas las primigenias dificultades lo tenía todo para ser feliz, pero como a tantos otros le faltaba el reconocimiento público, el halago, el aplauso. En definitiva, la gloria.

Me he preguntado con frecuencia si la búsqueda de poder, fama y relevancia es de razón genética o adquirida. Si brota larvada en nuestra creación o la generan las particulares circunstancias; esa atmósfera que ansía por momentos reivindicar el yo, porfiando la conquista. Sea ésta ingente o exigua, al fin y al cabo su relevancia dependerá de quien por momentos adueñe la ambición. ¿Ansiaba ya Pablo Iglesias asaltar los cielos para llevarnos al purgatorio cuando pululaba entre becas, tesis y rancias doctrinas libertarias o fue la codicia de algunos medios quien lo eleva al retablo de sus vanidades y altar de los miedos ciudadanos? No dudo de que desde el recato de su alquería en Galapagar y mientras disfruta del merecido permiso de paternidad podría ilustrarnos con finas y lucidas explicaciones.

En cualquier caso, tan variadas y diversas pueden ser las ambiciones como el modo y recursos para hacerlas realidad. Y es en el encuentro con la respuesta donde tienen mis interrogantes serias dificultades. ¿Qué tienen en común la aspiración mística de un servicio humanitario en Somalia o en Ruanda con el afán de pernoctar al menos un par de años en La Moncloa o en el Ministerio de Economía? Que también allí se pernocta; si no, que se lo pregunten al instruido De Guindos. Me temo que solo les asocie la relevancia del deseo; lícito y virtuoso o mezquino y felón, según el propósito que aniden o los medios de que se valgan para conseguirlo. Craso buscó la inmortalidad llevando a la pradera de los partos una guerra tan repudiada e innecesaria como la de Bush en Irak. Y de aquella no retornó otra gloria que el recuerdo de su martirio, el de los miles de legionarios masacrados y la deshonra de todo el Imperio. Lo que en consecuencia nos advierte de los graves riesgos que representa el gobernante que antepone la estulticia de su ego al interés general de los ciudadanos. Y sin que el matiz de compartir ideas pueda hacernos renunciar al futuro, pues no seríamos más que rehenes de nuestra cobardía.

Hemos de decir que aquella Malaca, de la que por entonces salía ufano el garum, el caviar de los romanos, tuvo la fortuna de contar a lo largo de la historia con gobernantes que no solo le devolvieron las riquezas arrebatadas por Craso, también le erigieron en cuna de arte y esplendor. Gobernantes como el actual alcalde, cuyo nombre deliberadamente ignoro, pues entiendo que la grandeza del mando no está el apellido sino en la entidad y trascendencia de la obra, y la suya, como puede admirarse, va camino de leyenda.

Cuidemos y luchemos en consecuencia por nuestro futuro, pues no siempre dispondremos de gobernantes prestos y capaces de reponer las afrentas y acercarnos los éxitos.