El problema de estar viviendo unos tiempos de grandes trasformaciones en todos los ámbitos, sobre todo en el mundo político, con revoluciones tecnológicas y cambios de paradigma, es que para acertar en el análisis es preciso triunfar como profeta. Hasta los más severos de sus críticos reconocen que Edmund Burke, con independencia de cuáles fuesen sus motivos personales e inclinaciones ideológicas, estuvo indiscutiblemente atinado cuando predijo los excesos que acompañarían a la Revolución Francesa. Los hechos posteriores le dieron la razón. La nuestra es una interesantísima pero muy incómoda fase intermedia. Observamos, por ejemplo, las actitudes, los gestos, las evoluciones y las tendencias de los partidos políticos emergentes y no tan emergentes, así como las trayectorias y declaraciones de sus líderes, pero desconocemos el desenlace de los proyectos políticos propuestos, porque la mayoría de ellos no han asumido el poder, o lo han hecho de manera parcial e insuficiente, o, como sucede en Estados Unidos, los frenos y contrapesos todavía impiden que un político, venga éste de donde venga, ponga en práctica, sin ser corregido por las instituciones, sus impulsos autoritarios.

De ese modo, trabajamos con los datos que tenemos y especulamos sobre las posibles desviaciones de todos esos proyectos y partidos, a los cuales vemos crecer tan deprisa que, en algunos casos, si relatáramos su breve vida en imágenes, parecería que estamos hablando de un adolescente confundido que, coqueteando con múltiples identidades, busca desesperadamente su lugar en el mundo. Algunos fueron comunistas, socialdemócratas e indefinibles, ni de izquierdas ni de derechas; otros fueron defensores de la unidad nacional, cuyas banderas sobrepasaban en dimensiones a las que porta ahora la derecha en sus mítines, y antipopulistas, pero acabaron siendo federalistas y de nueva izquierda. Hubo quienes se proclamaron de centro, primero progresistas y luego liberales, para más tarde regresar al centroizquierda, lugar en el que permanecerán, intuimos, hasta que las encuestas sugieran estratégicamente lo contrario o alcancen por fin la madurez (electoral).

Lo que esto indica, además de falta de coherencia y convicciones sólidas, es que estamos asistiendo a una suerte de desarrollo permanente, de campaña perpetua, un work in progress ideológico que no nos permite adivinar cuál será el rostro definitivo de algunos movimientos políticos. De ahí que no exista un gran (e indispensable) consenso a la hora de determinar qué es la extrema derecha y cómo podemos definirla, si ésta es la nueva cara del fascismo o si tan solo representa un voto de castigo momentáneo aprovechado por nostálgicos y oportunistas. En países como Francia y Alemania, que cuentan con una legislación que penaliza el negacionismo del Holocausto nazi, los extremistas de estos partidos de derecha no pueden recurrir a los símbolos del siglo pasado y por supuesto rechazan de plano esa asociación. Lo cual no significa, claro, que no presenten una amenaza similar. Si la mayoría de los estadounidenses, tanto demócratas como republicanos, pensara que Trump supone el mismo peligro para la democracia que los fascistas europeos de los años treinta, quizás no escucharíamos a los conservadores decir "no estoy acuerdo con él en algunos puntos de su política de inmigración y no me gusta la manera en que se expresa sobre ella, pero he de reconocer que me satisface el nombramiento de los jueces". Tampoco veríamos a ciertos analistas justificando el éxito de estos populismos pasando por alto la retórica xenófoba porque "defienden los intereses de la nación" o "hacen frente a los enemigos del país". El mal ahora no se identifica con la misma facilidad como cuando analizamos el pasado. Pero en el futuro, no lo olvidemos, sí juzgarán a nuestras sociedades basándose en el hecho de si fuimos o no fuimos capaces de hacerlo. A tiempo.