Casi todas las madrugadas, de un tiempo a esta parte, en el portal del edificio donde vivo, me espera una joven alta, delgada y de tez pálida, con delirios de alcohol, que me vende poesías de amor. Sus manos están cubiertas con guantes de lana sin dedos y portan una libreta y un bolígrafo. Le cuesta hablar tanto como sostenerse. Con la mirada baja ofrece rimar un poema de amor solo por la voluntad. Dice que es para comprar un bocadillo y un café para templarse un poco. No hace mucho que la lluvia empapaba su media melena y mojaba las hojas de su libreta que apretaba con fuerza contra su pecho. Ahora la encuentro aterida de frío subiendo y bajando la calle donde vivo. La primera vez que se acercó le di dos euros, que era lo que tenía, pero renuncié a su poema, que estaba dispuesta a elaborar allí mismo, bajo la lluvia. La joven sigue frecuentando la zona con el mismo desasosiego que el primer día. Pero ahora los poemas ya los trae hechos del sitio donde habita. Ahora, además, ya tienen precio: un euro. Estas navidades la encontré cerca del árbol gigante cuando aún no era de noche. Mostraba un porte elegante y hablaba con soltura y gracia con alguien que estaba lejos de ser un indigente de la ciudad. Llevaba el pelo limpio y su lánguida cara de pedigüeña se había tornado en alegría.Pero el lunes volví a encontrármela llena de frío y ya tenía lágrimas de un pomelo en sus ojos.