El año 2018 se cerró con una suerte de motín en la sanidad gallega, en especial en el ámbito de Vigo y su área. La dimisión de casi una treintena de jefes de servicio de los centros de salud, alegando estar hartos de trabajar en condiciones insostenibles, sumada a la gravísima incertidumbre que se cernía sobre la prestación pública en el hospital Povisa, durante casi tres meses en una situación de preconcurso de acreedores acuciado por una millonaria deuda, pusieron el foco en si es adecuado o deficiente un servicio, como el de la atención sanitaria, esencial para el bienestar de los ciudadanos. La multitudinaria manifestación en Vigo dando respaldo a las denuncias de los profesionales vino a refrendar socialmente su protesta, por más que pueda haber quien tenga otras motivaciones para jalearla o secundarla.

En este asunto capital, la consellería de Sanidad ha carecido de sensibilidad política, perspicacia y diligencia. En el caso de Povisa empezó negando la mayor: el convenio suscrito era diáfano y la consellería no pagaría ni un euro más. Aferrado a este argumento, el departamento de Jesús Vázquez Almuíña se movió entre el silencio a las demandas del hospital, la indiferencia ante la preocupación de los más de cien mil usuarios adscritos al centro y el desprecio a la inquietud de sus cientos de trabajadores, que veían cómo el reloj corría, mientras su futuro laboral y el sustento de sus familias pendían de un hilo.

Finalmente, cuando la amenaza del concurso se cernía sobre Povisa, consellería y hospital firmaron un acuerdo que despejaba el horizonte más inmediato. El Sergas rectificó su posición -sin que sepamos todavía por qué- y aceptó abonar la medicación ambulatoria de los 136.000 pacientes que atiende Povisa, así como la medicación de alto impacto, punto clave en la negociación por su gravoso coste. Pese a ese pacto de mínimos, el hospital, esencial en la atención sanitaria, ya ha advertido que las medidas "no resultan suficientes para solucionar el gran desequilibrio entre los ingresos y los gastos" y que, en consecuencia, "el escenario de déficit obligará a tomar medidas para evitar que el escenario de concurso de acreedores pueda volver a producirse".

Estamos, pues, ante un parche, que exige una posterior, más calmada y rigurosa, negociación que proporcione estabilidad financiera al hospital, a sus empleados y, sobre todo, tranquilidad a sus usuarios. Un diálogo que no puede tardar en entablarse. En sanidad es vital la planificación y la previsión, aspectos hasta ahora más que mejorables, en tanto que está contraindicadas la improvisación y los bandazos.

Cuando el conflicto de Povisa empezaba a desencallar, estalló el de los responsables de los centros de salud de Vigo. Su dimisión en bloque, una acción inédita, sacaba a la superficie "la insoportable precariedad" de la sanidad pública. "Hasta aquí hemos llegado", clamaron en la rueda de prensa convocada para fundamentar su desesperada decisión.

En efecto, difícilmente se puede sostener que Galicia tiene una prestación sanitaria de primera cuando en una tarde un médico debe atender a casi un centenar de pacientes. "Dedicarles 10 minutos a cada uno es un sueño. Hay personas que tienen patologías que no se pueden atender en tan poco tiempo. Estamos poniendo en riesgo a nuestros pacientes", advirtieron. Los jefes de servicio urgen, entre otras medidas, atajar la falta de relevo generacional, corregir el escaso material en las consultas y solucionar las dificultades de los pacientes para el acceso a la atención hospitalaria.

Una vez más, y fiel a su peculiar libro de estilo de acción política, la consellería encajó el problema con un rechazo de plano: puso en duda la honestidad de la reivindicación, rebajó la importancia del papel de los jefes de servicio, minimizó la falta de recursos profesionales, económicos y materiales, responsabilizó a factores externos -la carencia de facultativos, en particular especialistas, como el caso extremo de los pediatras- y, en última instancia, culpó a la oposición política de tensionar el asunto, como si la casi treintena de jefes de servicio dimisionarios fueron poco menos que títeres al servicio de una causa ideológica.

Sin embargo, la masiva manifestación -unos 40.000 ciudadanos- que tomó las calles de Vigo en plenas navidades para apoyar las reivindicaciones de sus médicos enterró el argumentario de Almuiña. El problema no era imaginario, sino más que real y los ciudadanos mostraban su hartazgo ante la endémica precariedad que se ensaña en determinadas áreas de la sanidad pública.

A la vista de la revuelta social, el Sergas, de nuevo a remolque de los acontecimientos, ha tenido que dar otro giro a su estrategia. Así, el conselleiro, que acostumbra a refugiarse en un segundo plano en cuanto estalla un conflicto, convocó una reunión con representantes de todas las categorías profesionales de atención primaria, los colegios profesionales y las sociedades científicas para analizar la situación. Durante casi tres horas de diálogo -o sea, que sí había materia que tratar-, el conselleiro anunció los primeros, aunque claramente insuficientes, pasos: ofrecer un contrato de uno a tres años a los nuevos médicos, aplazar la jubilación hasta los 70 -lo que demuestra el craso error de forzarles a su retirada a los 65 años para ahorrar dinero- y crear seis grupos de trabajo para intentar mejorar el servicio.

Estas medidas pueden servir para desbrozar el largo camino que queda por delante, pero corren el riesgo de convertirse en acciones cosméticas y con un fin espurio: aplacar la revuelta y meter el problema en el congelador. Recordemos que en 2016 ya se pusieron en marcha otros cuatro grupos similares de trabajo, pero sus sugerencias nunca se implementaron. Acabaron en el cajón del olvido. En este contexto tan convulso, la oposición política, que ha encontrado un filón en la gestión de Vázquez Almuíña, le ha exigido de forma reiterada su dimisión por su actitud "incendiaria" en una prestación esencial.

En su discurso de fin de año, Alberto Núñez Feijóo dio muestras de haber entendido el mensaje que le lanza la sociedad. Porque aunque defendió, como es natural, la calidad de los hospitales y los centros de salud, añadió un matiz sensato: "También es cierto que sigue habiendo gallegos con desvelos para poder resolver problemas reales", dijo, para admitir que "hay problemas que se denuncian, debates y reivindicaciones que no se deben menospreciar".

Si el inicio de año es tiempo de compromisos y de propósitos -también de enmienda-, la Xunta tiene en el tratamiento de la sanidad gallega un excelente campo de actuación. La situación en Galicia pero, en particular en la de Vigo y su área, precisan de medidas certeras y estables. Con recursos suficientes y una planificación eficaz. Con un compromiso serio, sin vacilaciones ni más experimentos.

La puesta en funcionamiento del hospital Álvaro Cunqueiro no puede ser la manta que tape todas las flagrantes carencias de la atención sanitaria. Sobre todo cuando las listas de espera siguen en registros inaceptables y la paciencia, o resignación, de los usuarios ha rebasado el vaso de lo asumible.

Galicia cuenta, en general, con una atención sanitaria pública excepcional, al igual que ocurre en el resto de España. Es un bien extremadamente valioso, un gran logro social que estamos obligados a preservar y que, desgraciadamente, no siempre valoramos como se merece. Pero la forma de garantizar su futuro en niveles óptimos de calidad no pasa por la autocomplacencia ni por afrontar los problemas con la estrategia de la avestruz. Sobre todo ante aquellos problemas que no admiten más remiendos, que urgen un plan de choque. Como el del caso que nos ocupa.