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Personas, casos y cosas de ayer y de hoy

Felipe II, los libros y la lectura

"Considerando los reyes cuánto era provechoso e honroso que a estos sus reinos se trajesen libros de otras partes para que por ellos se hiciesen los hombres letrados, quisieron e ordenaron que de los libros no se pagase alcabala. Porque de pocos días a esta parte algunos mercaderes nuestros, naturales y extranjeros, han tratado y de cada día tratan libros muchos buenos, lo cual parece que redunda en provecho universal de todos y ennoblecimiento de nuestro reino". Era la argumentación con la que los Reyes Católicos expresaban el aprecio y protección, dado en las Cortes de Toledo de 1480, sobre el tratamiento fiscal y exención de impuestos a los libros importados. En Castilla, a finales del siglo XV, corrían tiempos favorables al libro y el arte de la imprenta, que se recibía como invento fantástico, humanitario y bienhechor. Sin embargo, a pesar de que la imprenta llegó a España con cierto retraso, respecto a otros países europeos, pronto la monarquía establecería numerosas censuras y leyes que afectaban al libro. Entre ellas, la Pragmática de 1502, que prohibía imprimir ningún libro "sin nuestra licencia y especial mandado", previa entrega de un original en el Consejo Real, con el que tenían que ser confrontadas las impresiones. Con todas las limitaciones, antes y después de estas normas, no cesaba la importación de libros, hasta el punto que en 1519, el famoso impresor Johann Froben (Hammelburg, Franconia, c. 1460 - Basilea. 1527), refiriéndose al envío a España de escritos de Lutero, afirmaba: "Jamás tuvimos venta tan afortunada". Similar tratamiento se daba al humanista, filósofo y teólogo Erasmo de Rotterdam (Róterdam, 1466 - Basilea, 1536), cuyos libros llegaban a España en gran número e incluso se traducían. Asimismo, se abrían debates independientes entre el pensamiento libre erasmista y sus denostadores. Siguieron después a Erasmo otros muchos de su tendencia ideológica, entre los que destacó el dominico Fray Luis de Granada (Sarria, Lugo, 1504 - Lisboa, 1588) quien, en varias de sus obras, como Libro de la oración y de la meditación (1554) y Guía de pecadores (1554), supo conectar la espiritualidad tradicional castellana con el Evangelio y un lenguaje más cercano en la oración y en la predicación, para así llegar a todos, "incluso a las mujeres". Este aspecto es más tarde expresado, con cierta exageración, por el cronista, el dominico, historiador y escritor, Gonzalo de Arriaga (Burgos, 1593 - Madrid, 1657): "Traían los manuales las niñas de cántaro debajo del brazo, las fruteras y las verduleras los leían cuando vendían y pesaban la mercancía". Hasta ese momento eran lecturas exclusivas de las monjas, las damas de mucho saber o los caballeros encumbrados.

Lo cierto fue que muy pronto, tanto por parte de la Reforma -abarcando el anglicanismo y el calvinismo- como de la Contrarreforma -incluyendo la de Roma y la de Felipe II, no siempre coincidente con el Papado-, hubo un decantación hacia el control del libro y de la palabra, así como por el estimulo de determinadas lecturas. A reformistas y contrarreformistas les movía el convencimiento de su poder de difusión y adoctrinamiento de sus confesiones y credos (Para saber más lean a Teófanes Egido: La contrarreforma, los libros y la lectura. En Felipe II. Un monarca y su época. Las tierras y los hombres del rey; Ed. Sociedad para la Comm. Centenarios de Felipe II y Carlos V; 1998). Aunque en este suelto nos referimos a la época de Felipe II, esta política de injerencia y dependencia del libro de la administración se dio antes y después en los diversos países europeos y hasta la actualidad, si bien de forma más limitada, persiste en los países libres y democráticos.

La primera ley relacionada con el libro en la que participó Felipe, cuando todavía era príncipe, la promulgó, en nombre de su padre Carlos I, en A Coruña, en 1554. Se trataba de las Ordenanzas del Consejo, por las cuales los únicos que podían otorgar licencia de impresión eran el presidente y los miembros del Consejo Real, porque "se han impreso libros inútiles y sin provecho alguno". En años sucesivos, Felipe II, ya rey, promulga leyes que afectan al libro, entre las cuales son de máxima importancia la Pragmática-Sanción de 1558 y la Pragmática de 1598.

Mis lectores habituales saben, porque ya he dado noticia, que una de mis líneas preferentes de estudio ha sido Felipe II. También conocen que en nuestra biblioteca familiar se acumulan muchos libros sobre él, algunos ejemplares únicos, y determinados documentos inéditos manuscritos o firmados por el propio monarca; entre ellos, uno fechado en 1563, recoge una ley menor sobre el libro y será objeto de otro de estos artículos dominicales, que vendrá a completar el que ahora les escribo.

La Pragmática-Sanción de 1558, promulgada por la princesa doña Juana, en nombre de su padre a instancias de los procuradores en Cortes, sometió a un control más riguroso las leyes sobre impresión, reimpresión, foliación, distribución y todo tipo de vigilancia sobre los libros. No obstante, sí aportaba novedades, permitía libertad sobre la impresión de algunos libros de temas religiosos y gramaticales, constituciones sinodiales? así como total libertad para imprimir informaciones o memoriales de pleitos. También regulaba los libros manuscritos. Más adelante, en 1559, se radicalizó la imposición de la ortodoxia y la intolerancia por parte de poderes civiles y eclesiásticos, de manera especial en la España contrarreformista, si bien se extendió por toda la Europa occidental y oriental. Personificó esta tendencia, de forma especial, el también dominico, teólogo y obispo Melchor Cano (Tarancón, Cuenca, 1509 - Madridejos, Toledo, 1560), significado representante de la mentalidad de los escolásticos y la teología de la Contrarreforma frente a los humanistas. Lo hizo hasta el punto de afirmar: "Por más que las mujeres reclamen con insaciable apetito comer de esta fruta (de la Biblia) es menester vedarla y poner cuchillo de fuego para que el pueblo no llegue a ella". Así las cosas, por una parte, se afianzaron los controles del libro y la lectura mediante el Índice de libros prohibidos, uno de cuyos ejemplares estaban obligados los libreros a tener a la vista. Por otra banda, se les impuso a los obispos y corregidores la obligación de visitar las librerías para retirar lo que creyesen prohibido. Y lo peor, los sucesivos índices no solo prohibieron los libros heréticos y las biblias editadas por heterodoxos sino que también prescribieron muy buenos libros de la literatura castellana y de la espiritualidad.

Después vendría La Real Cédula de 1569, que revocó el permiso de imprimir sin licencia los libros de tema religioso. Los libros religiosos se unificaron teniendo como guía el Concilio de Trento, aplicado y vigilado por la corona, que concedió el monopolio a determinados impresores. Asimismo, se cuidó la pedagogía de la fe y la moral mediante la catequesis y sus catecismos. El catecismo de Trento, no traducido al castellano, se limitó para el uso de párrocos y algunos notables. Para los demás, los catecismos más utilizados fueron los de Gaspar Astete y Jerónimo Ripalda que, con ciertas modificaciones, llegaron hasta la generación del que les escribe.

El monopolio de impresión se le concedió, en Amberes, en el año 1971, al impresor, editor y librero flamenco Cristóbal Plantino (Saint Avertin, c. 1520 - Amberes, c. 1589) -privilegio ratificado en una Pragmática de 1972-, que ya un año antes había sido nombrado prototipógrafo del rey, es decir, encargado de examinar y autorizar a los nuevos impresores. Asimismo, el impresor florentino, establecido en Salamanca, Julio Junti (Florencia, Italia, c. 1549 - Madrid, 1619) fue designado en 1594 "impresor de su Magestad", responsabilizándosele de la Imprenta Real de Madrid, a partir de 1596. Los derechos de distribución y venta fueron concedidos a los monasterios de El Escorial y al San Jerónimo de Madrid. El privilegio de venta de las "cartillas para enseñar a leer" fueron otorgados a la Catedral de Valladolid.

De todos modos, en dichosa y acertada contradicción con la política restrictiva contrarreformisma impuesta relación con los libros, Felipe II se mostró también como su mecenas. Dos hechos lo atestiguan: la Biblia Regia y la Biblioteca de El Escorial.

La Biblia Regia, también llamada "de Amberes", o " Políglota Regia", partió de una idea que Plantino ofreció a Felipe II, quien la aceptó bajo la sabia supervisión y dirección del teólogo, filólogo y hebraísta Benito Arias Montano (Fregenal de la Sierra, Badajos, 1527 - Sevilla, 1598). La obra se editó en ocho volúmenes, que aparecieron entre 1568 y 1572, bajo el título de Biblia Sacra. Hebraice, chaldaice, graece et latine, con versiones en hebreo, griego, arameo y latín. La obra, excepcional y de gran valor, exigió una alta financiación de la monarquía y la colaboración de expertos especializados en Sagrada Escritura y en lenguas orientales, así como maquinarias y personal técnico, curiosamente facilitados por protestantes. Además, Felipe II permitió la entrega a Plantino de los tipos fundidos y códices de la impresión usados en la Biblia Políglota Complutense (1517) -unos comprados por el Cardenal Jiménez Cisneros en Venecia, por la entonces cantidad exorbitante de cuatro mil escudos de oro, y otros por el propio rey-. De los ocho volúmenes de la Biblia Regia, cuatro correspondieron al Antiguo Testamento, uno con el Nuevo, y tres al llamado "Apparatus", integrado por diversos tratados y material auxiliar. Las páginas del Antiguo Testamento se distribuyeron en columnas de izquierda a derecha, por textos: hebreo y traducción de la Vulgata, texto latino y traducción griega; y en línea tendida, el "tárgum" arameo y su traducción. Esta gran obra de sabiduría, fidelidad y perfección bíblica fue celebrada por católicos y protestantes; aunque también tuvo detractores, entre otros, el pontífice Pio V y la Universidad de Salamanca, en cuya cabeza figuraba el antihebraísta Fray Luis de León. Las reservas desaparecerían en 1572 con el nuevo Papa, Gregorio XIII. El otro gran logro de Felipe II, a favor del libro, fue la creación de la gran Biblioteca del Monasterio de El Escorial, para lo que instituyó una "Junta de Libros", constituida por varios intelectuales que visitaron y recabaron, mediante compra o regalo de estado, las obras más valiosas de las bibliotecas españolas y, a través de las embajadas, de las bibliotecas y librerías extranjeras. Los fondos también se incrementaron con los propios libros del rey, unos en vida y otros después de su fallecimiento. El monarca asimismo dispuso que una parte del dinero del monopolio de la venta de libros fuese dedicado a la adquisición de nuevos libros y que un ejemplar de todos los textos sometidos a la censura del Consejo Real fuese donado a esta biblioteca real (para saber más lean a Silvia Esteban Naranjo: Felipe II y el libro. Noticias Bibliógráficas. 1996; 50: 67-69).

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