El cierre de The Weekly Standard no es un asunto menor. En realidad, el cierre de un medio de comunicación nunca es un asunto menor. Y no solo porque Trump, tras conocer la noticia, se apresuró a celebrarlo, calificando a la revista de "patética" y "deshonesta" y burlándose de uno de sus fundadores, Bill Kristol, al tiempo que se "lamentaba" sarcásticamente de su desaparición. A pesar de su modesta tirada ( National Review, The New Republic y The Nation casi la triplicaban en número de ejemplares), la influencia que tuvo esta cabecera conservadora durante la presidencia de George W. Bush fue significativa, exhibiendo asimismo una curiosa característica que, como apuntaron en su día los periodistas John Micklethwait y Adrian Wooldridge, posee la prensa de derechas norteamericana: predican las virtudes del capitalismo sin hacer dinero con ello.

En las páginas de esta publicación se abogó por la invasión de Irak recurriendo al ahora trágicamente risible argumento de que la democracia se expandiría como una mancha de aceite por todo Oriente Medio. Conociendo los resultados que produjo dicha operación militar en la región, así como la pésima gestión de la postguerra, uno puede sentir algo de vergüenza ajena si repasa algunos artículos y libros ( The War Over Iraq) en los que se exponía sin pudor dicha fantasía. Aunque, para ser justos, los neoconservadores no estuvieron solos. Unos cuantos progresistas se sumaron, con más o menos entusiasmo, al proyecto democratizador, pese a que, una vez constatadas las negligencias y los excesos cometidos por la Administración Bush, la mayoría de ellos acabarían manifestando un tardío desencanto. Pero The Weekly Standard no se puede reducir solo a eso; también forma parte de una memorable y ahora extinta tradición, la de los intelectuales neoyorquinos, en su mayoría de origen judío, quienes, a lo largo del siglo XX, participaron en los debates más relevantes de la historia intelectual contemporánea (Bill Kristol y John Podhoretz, cofundadores de la revista, son los hijos de Irving Kristol y Norman Podhoretz, dos de las figuras más representativas del mencionado grupo de pensadores de Nueva York).

Estos periodistas, críticos literarios, sociólogos e historiadores también ejercían su influencia desde pequeñas revistas como Partisan Review, Encounter o Commentary, cuyas circulaciones fueron siempre limitadas, aportando sus ideas y conocimientos en los asuntos que definieron nuestra época: el comunismo y sus diversas derivaciones, desde el estalinismo hasta el trotskismo, así como Vietnam, la Guerra Fría, Mayo del 68, Berkeley, los derechos civiles, la novela americana, el antisemitismo o el conflicto palestino-israelí. Dicen que Philip F. Anschutz -el billonario que compró The Weekly Standard en 2007- tomó la decisión de aniquilar la empresa, entre otras cosas, debido a las guerras que mantenían sus colaboradores con el actual presidente. David Brooks escribió en The New York Times que el cierre de The Weekly Standard no solo es una "historia de la era Trump", sino que se trata también, por así decirlo, de otra historia del periodismo, cuando unos magnates deciden hacerse con una revista de opinión y luego, al ver que no pueden controlar la línea editorial, se sienten resentidos con sus empleados si estos últimos intentan mantener su independencia y un nivel intelectual medianamente aceptable. Conviene recordar, sin embargo, que The Weekly Standard nació también bajo la protección económica de News Corporation, una multinacional dirigida por otro magnate, Rupert Murdoch, quien perdía con esta influyente publicación alrededor de un millón de dólares al año. Hasta que se deshizo de ella, pues los intereses del filántropo, claro, habían dejado de coincidir con los intereses del empresario.