Los jóvenes gallegos tienen mucho de lo que hace falta para triunfar: una alta cualificación y un elevado dominio de las nuevas tecnologías. Pero son los últimos en gozar aquí de oportunidades, empleos adecuadamente remunerados y posibilidades de volar del hogar familiar. Están en el grupo cabeza de Europa en competencia digital y en el de cola en trabajo, según un informe del Centro Reina Sofía y la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción del que informó FARO. No puede existir un indicador más frustrante. A Galicia la acecha en toda su crudeza el drama de una juventud con una insoportable falta de expectativas. ¿Qué más necesitan hacer las nuevas generaciones para poder vivir con dignidad del fruto de su capacitación y sus esfuerzos?

Los jóvenes gallegos tienen sobradas razones para sentirse maltratados. Son los grandes damnificados de las crisis y de las políticas actuales, pero carecen de voz para protestar o para que los gobernantes les presten alguna atención. La necesidad de abrirse paso les está empujando a otros lugares del país o hacia horizontes lejanos. Sería estupendo de tratarse de una opción libremente elegida, o si comportara posibilidades de regreso, porque enriquece y abre la mente. No resulta así. Estamos mayoritariamente ante una emigración de subsistencia. Y bien conocen los gallegos de la diáspora lo complicado del billete de vuelta.

Las medidas adoptadas desde el inicio de la crisis no han sido suficientes para abrir nuevos horizontes al empleo juvenil. La tasa de paro entre los menores de 25 años, aunque ha bajado en gran parte también por la pérdida de población en este colectivo, alcanza el 30,5%. Por competencias educativas adquiridas los gallegos han escalado cinco posiciones en un año y están por encima de la media de la UE. En cambio, España camina al lado de Grecia, Bulgaria, Italia y Rumanía en el coche escoba del continente a la hora de ofrecer oportunidades a quien inicia su andadura laboral. Los datos son hirientes y deberían de conmocionarnos pero no acabamos de darles alternativas. En el fondo, expulsando a quienes están llamados a recoger la antorcha del relevo generacional, Galicia compromete sus pensiones, sus hospitales, sus escuelas. Su futuro.

La educación superior bate récords. Ni Alemania, con el doble de población, se acerca a España en titulados, aunque la universidad ya no garantiza una salida óptima e introduce un severo problema de sobrecualificación, con licenciados ejerciendo de ujieres. La formación profesional no acaba de despegar con todo el brío necesario pese al repunte de matrículas. Ganan enteros entre las mujeres disciplinas tradicionalmente masculinas, como la calderería o la soldadura, un signo de modernidad y un hito. Hay alumnos de grados de ingeniería desplazándose hacia ramas de oficios industriales, donde encuentran ese contacto con la cotidianeidad del mercado del que carece la Universidad, enclaustrada en su torre de marfil.

La enseñanza dual, con clases teóricas y prácticas a la vez en las empresas, lleva camino de convertirse en el cuento de la buena pipa. Todo el mundo la considera imprescindible. La panacea. Y, efectivamente, no existe otra manera de resolver la carencia de mano de obra especializada -un clamor en ámbitos como el del metal- que recurriendo a los aprendices. Su materialización en Galicia va despacio, por mucho que algunos alardeen de lo contrario en sus discursos, y las empresas se resisten a contratar al alumnado, salvo excepciones.

Más allá de iniciativas cosméticas, se ignora a los jóvenes. El Gobierno central peca también de lo mismo. Acaba de lanzar a bombo y platillo un plan de inserción cuya medida estrella consiste en contratar a 3.000 orientadores para ayudar en la búsqueda de contratos. Surrealista. Como si llovieran las ofertas y únicamente faltara una camada de lazarillos que las seleccionara. Activar la economía para crear millones de nuevas colocaciones: he ahí la asignatura pendiente, lo urgente. Galicia cambió mucho en los últimos cuarenta años. Los avances significativos de su PIB, pasado el "tsunami" de la recesión, han devuelto su economía a niveles precrisis aunque no en el empleo, todavía en lugares postreros. A Galicia no le basta con crecer. Necesita hacerlo a mayor velocidad que el resto para acortar distancias con las comunidades ricas, el espejo en el que mirarse.

La región no puede condenar a sus jóvenes al retroceso social. Convertirlos en la primera generación desde la Segunda Guerra Mundial con menos bienestar que sus padres. Además, en una injusticia histórica, las administraciones difieren los sacrificios y les endosan la responsabilidad de liquidar en las próximas décadas la montaña de préstamos solicitada para costear ahora el Estado asistencial. Los jóvenes hicieron lo que los mayores les pidieron: competir, instruirse, estudiar. Comprobar cómo eso les ha convertido en pobres rompe todas sus expectativas y les llena de rabia. La sociedad en su conjunto ha contraído una enorme deuda con ellos. Reconocerlo no basta. Hay que devolverles con hechos la esperanza.