Cuando Mario Draghi abandone la presidencia del Banco Central Europeo (BCE) al finalizar 2019, los países del euro aún estarán en proceso de desengancharse de la magna expansión monetaria -aumento masivo del dinero en circulación a través del sistema financiero- que el banquero italiano pilotó sobre todo desde 2015 y cuyos hitos principales han sido los programas de compras masivas de bonos -títulos de deuda, sobre todo pública, por valor de 2,6 billones de euros- y la rebaja a cero de los tipos de interés oficiales (a partir de 2016). Políticas decisivas que conjuraron el riesgo de deflación y propiciaron la recuperación económica, sobremanera en los países del Sur, recortando extraordinariamente sus primas de riesgos y los costes financieros de los estados y del resto de agentes económicos.

Draghi lideró el despliegue de tales medidas frente a la resistencia de los banqueros centrales y a los gobiernos del Norte ortodoxo y lidera ahora el repliegue a cámara lenta del armamento monetario. En un contexto de desaceleración del crecimiento en Europa y de riesgos globales crecientes, el BCE para las compras de deuda, pero no las corta del todo -seguirá por un tiempo reinvirtiendo el capital principal de los títulos que venzan-, y no hay expectativas de subidas de tipos de interés hasta después del verano de 2019. Quien herede el sillón de Mario Draghi heredará la responsabilidad de administrar los tiempos de ese proceso, que, si es demasiado rápido, podría acelerar el fin del actual ciclo de crecimiento, y, si es demasiado lento, alimentaría el peligro de que el BCE y la zona euro se enfrenten a la próxima recesión sin margen de respuesta monetaria, porque apenas lo habría para estimular la economía bajando los tipos y expandiendo el balance de la entidad como en estos años.

En distintos momentos de este período, el propio Draghi previno acerca de los límites de la política monetaria y de la urgencia de acompasarla con reformas para una mayor integración económica de la zona euro. Puede decirse que, bajo el mandato del italiano, el BCE actuó diligentemente en defensa de la moneda común, pero ni mucho menos que lo hayan hecho también los gobiernos, lastrados por hipotecas de política doméstica. Tenían la responsabilidad de reforzar la arquitectura del euro, impulsando la unión bancaria y la unión fiscal, pero la primera está incompleta y la segunda sigue siendo una quimera, en ambos casos por las resistencias de los países más ricos y económicamente disciplinados (el Norte) a compartir riesgos con los demás (el Sur).

Es inquietante imaginar la hipótesis de que nos estemos aproximando a la siguiente recesión desarmados: en primer lugar, sin capacidad de estímulo fiscal (mediante la inversión pública, por ejemplo) porque los países han sido incapaces de impulsar un auténtico presupuesto común y porque buena parte de ellos, España incluida, están atados a niveles de deuda estatal cercanos o superiores al 100% del PIB; en segundo lugar, con la capacidad de respuesta monetaria mutilada porque el BCE se esté replegando aún del gran esfuerzo anterior. Y también porque alguien con una visión distinta, más ortodoxa y del Norte vaya a ocupar, muy probablemente, el sillón de Mario Draghi.