A veces vale la pena detenerse un momento y ver adónde vamos y si lo que hacemos es realmente lo que queremos. Lo digo porque estamos de nuevo en Navidad y confieso que cada año me gusta menos la manera en la que la celebramos. No por lo que la Navidad significa en nuestra tradición cristiana, que es algo que está muy bien, lo que me molesta es la mercantilización excesiva de la fecha porque en mi opinión nos estamos pasando varios pueblos. Parece que hay que comprar y gastar y que si no se regala y no se atiborra uno con comilona tras comilona no celebra la Navidad, cuando el verdadero regalo debería ser la disponibilidad para reunirnos con la gente que queremos y para disfrutar de estar juntos, que es algo que con la globalización y la consiguiente dispersión me parece cada vez más necesario. O sea, regalar tiempo, compañía y cariño en lugar de objetos.

Durante años viví en un país árabe y puede constatar que durante el Ramadán es cuando paradójicamente más comen los musulmanes, que ayunan -es cierto- durante el día, para ponerse a devorar desaforadamente en cuanto se pone el sol. Y a nosotros nos pasa igual con el afán de comprar. Lo que sea, el caso es consumir, algo que el comercio aprovecha para deshacerse de stocks invendidos e impulsa con rebajas tentadoras que comienzan con las modas importadas de Halloween y el "Black Friday" y duran hasta Reyes. Y todo ello amenizado con músicas bandurrias y pegajosas y que se repiten en todos lados. El resultado es que unas fiestas que eran entrañables se han convertido en agobiantes.

A mí en estas fechas me da por pensar en los que están peor que yo y que son casi todos si se analiza uno en términos globales porque, fíjese, si tiene usted más de 2.220 euros pertenece al 50% más rico de la humanidad y si tiene la suerte de tener más de 70.000 está usted entre el 10% de los más ricos del mundo mundial. Sí, ya se que no llega uno a fin de mes, que no es lo mismo un euro aquí que cien ouguillas en Mauritania o 140.000 (sí, ha leído bien) riales en Irán, y que es mucho lo que se ha perdido en estos últimos años de crisis en educación y sanidad, aunque también sea cierto que algunos de sus problemas son creados por los mismos políticos que deberían resolverlos.

Hoy la gente se muere literalmente de hambre en lugares como Yemen donde, según las Naciones Unidas, la mitad de la población (14 millones de personas) se prepara para la mayor hambruna de los últimos cien años, combinada -para que nada falte- con una epidemia de cólera. Una situación mucho peor que la que hace unos años vivió Darfur, en Sudán. Las fotos de niños desnutridos y esqueléticos que miran a la cámara sin comprender, con ojos de viejo que parecen haberlo visto ya todo y no esperar nada, me ponen los pelos de punta. Hace años que en un campamento de refugiados en África un padre empujó hacia mí a su hija de unos diez o doce años diciéndome "llévatela, señor, porque así comerá". No lo he olvidado y como padre pienso en el drama que debe ser tener que llegar a decir algo así.

Por eso animo a quienes me lean a parar un momento y mirar alrededor porque seguro que ven a alguien que necesita lo que iban a gastar frívolamente en quien ya lo tiene todo. O casi todo. Ojo, no digo no regalar, digo no consumir por consumir. Piensen en los 25 millones de refugiados que hay en el mundo (además de otros 40 millones de desplazados internos, gentes que han tenido que abandonar sus hogares), en ACNUR (Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados) que anda buscando ayuda para las mujeres maltratadas por Boko Haram en el Sahel (Niger, Camerún, Chad, Nigeria...), o en las Fundaciones de Lucha contra el Cáncer o contra la Leucemia (José Carreras), que seguro que ya han ayudado a algún familiar, o en Médicos sin Fronteras o en Caritas, o en los Sin Techo y en los inmigrantes que llegan a nuestras costas tras jugarse la vida en el Mediterráneo. Ponga aquí lo que le parezca, porque hay mucha necesidad en el mundo para tanto despilfarro como el que vemos estos días.

Y sin querer parecer agorero, piense que un día puede ser usted el que lo necesite. No hace todavía un siglo que españoles muertos de frío y con los pies congelados cruzaban, vencidos, los Pirineos para ser internados en campos de concentración franceses, o que 30 años más tarde despoblaban sus pueblos para ir a buscar en Alemania un trabajo que aquí no encontraban. Y años antes habían ido a Argentina, México o Venezuela. Hicieron lo mismo que hoy tratan de hacer los sirios o los marroquíes mientras los europeos no somos capaces de ordenar conjuntamente esa inmigración. No hablo de caridad sino de justicia porque con el centro de gravedad económica del planeta desplazándose hacia la región Indo-Pacífico, una Europa despoblada y envejecida corre el riesgo de convertirse en un patio trasero con declinante calidad de vida.

Por eso estas fechas, cuando nos reunimos en familia y celebramos la Navidad, no sería malo parar un momento para pensar en cómo lo hacemos y en todos aquellos que están mucho peor que nosotros. Y son muchos.

*Embajador de España