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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

Sobre los "chalecos amarillos"

En la tertulia del café se discute sobre la naturaleza y objetivos de los chalecos amarillos, ese movimiento social que surgió en Francia para protestar inicialmente contra el anuncio de la subida de los carburantes. Lo iniciaron dos camioneros, pero pronto prendió rápidamente entre una clase obrera y una clase media cada vez con más problemas para llegar con cierto desahogo a fin de mes. No hay propuestas reivindicativas concretas (excepción hecha de una bajada en el precio de los carburantes), y no hay líderes con los que dialogar, lo que hace que la respuesta del Gobierno francés se reduzca al empleo de la fuerza contra los manifestantes. Además, a todo eso hay que añadir un odio visceral de los que protestan contra el presidente Emmanuel Macron a quien se ve como un representante de la oligarquía y de las elites de París.

Los expertos en sociología no ven en este movimiento similitudes con el de los s ans-culottes, ni con el poujadismo, ni con Mayo del 68, ni con el tea party, ni con los indignados del 15-M, ni con la primavera árabe, aunque tenga aspectos de unos y de otros. Como la velocidad de propagación a partir de un hecho en apariencia intrascendente en sus inicios y luego difundido masivamente por las redes sociales.

En la tertulia del café hay quien opina que el movimiento de fondo es de extrema derecha, y quien lo describe como de extrema izquierda. Y tampoco falta quien se apunta a la tesis de Cohn Bendit (dirigente legendario del 68 francés y hoy trabajando para Macron como asesor) que ve los chalecos amarillos como un instrumento del radicalismo antisistema. No muy lejos, por otra parte, de los métodos que utilizó Donald Trump para llegar al poder en Estados Unidos y que ahora vende por Europa adelante Steve Bannon, el que fue mano derecha del magnate de pelo color zanahoria. Entendidas en un amplio sentido, las revoluciones suelen producirse cada vez con mayor celeridad. Aunque la más famosa de todas, la francesa, duró en realidad diez años desde la autoproclamación del Tercer Estado (1789) hasta el golpe de Napoleón (1799). Más prisa se dio la rusa que duró diez días, según la cuenta de su más famoso cronista, el periodista norteamericano John Reed ( Diez días que estremecieron al mundo).

También se desarrollaron vertiginosamente los acontecimientos en la revolución iraní (1979) que acabó con el reinado del Sha de Persia y el acceso al poder del ayatolá Jomeini, que vivía exiliado en Francia. O en la revolución rumana (1989) contra la dictadura comunista de Nicolae Ceausescu que fue fusilado junto con su mujer tras un juicio sumarísimo. Pero la revolución (entendida según una mayoría de diccionarios como un cambio radical en las instituciones políticas de una nación) no siempre triunfa. Así ocurrió, por ejemplo, con la revolución húngara de 1956 contra el régimen comunista y la dominación soviética. O con la checoslovaca de 1968 que concluyó con la entrada de los tanques rusos. Y en cierta medida también podríamos calificar de revolución, aunque pacífica, al cambio, de un día para otro, de la monarquía borbónica por la República española. Un régimen democrático con el que terminó por la fuerza el general Franco.

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