En las páginas de nuestra historia económica reciente constará que en torno a mediados de 2007 se inició una crisis que afectó severamente a la ciudadanía. A partir de entonces, se publicaron numerosas opiniones sobre sus causas, su verdadero alcance, y las clases sociales que la padecieron en mayor medida. Creo no equivocarme demasiado si digo que fue una crisis general; nacida en el ámbito bancario, pero que se extendió después a los demás sectores de nuestra economía; que empobreció severamente a la clase media; y que, por si todo ello no fuera suficiente, aumentó hasta extremos difícilmente asumibles en una sociedad del primer mundo la población que entró en riesgo de pobreza.

Pasados hoy algo más de diez, y cuando parece que la crisis está superada, la impresión generalizada es que hubo unos sujetos que tuvieron más responsabilidad que otros y, entre ellos, los dos siguientes: los políticos, que era quienes administraban los recursos públicos y perdieron un tiempo precioso al dedicarse a negar su existencia, y los banqueros que concedieron alegremente créditos a clientes sin comprobar si gozaban de la solvencia necesaria para devolver lo prestado. Y, sin embargo, el ciudadano, que vivió de cerca la crisis y que, sobre todo, sufrió sus consecuencias, contempló estupefacto -y es ahora éste el punto en el que voy a centrarme- cómo los recortes derivados de la crisis no afectaron, en la medida necesaria, a la clase política.

En efecto, a nivel personal y familiar, muchos ciudadanos, que habían gastado en los años anteriores a 2007 más de lo que tenían, sobre todo, por las facilidades de crédito que les otorgaban las entidades bancarias, comprobaron que una buena parte de ellos perdían el empleo y que se quedaban si los recursos necesarios para atender sus principales obligaciones de pago, entre las que figuraban la devolución de los préstamos con garantía hipotecaria. Se produjo por ello una cadena de ejecuciones hipotecarias que acabaron llevándose por delante los escasos ahorros que una parte de la ciudadanía había acumulado en los momentos de bonanza económica, ocasionando, además, que muchas unidades familiares se vieran privadas de su vivienda. A ello había que añadir que las primeras medidas que tomaron los gobernantes para salir de la crisis sobre la clase media al actuar sobre lo más fácil: recortar los salarios de los funcionarios y congelar las pensiones.

Entre los grandes afectados figuraron también, y de manera significativa, los empresarios, y no solo la gran empresa, sino sobre todo los medianos y pequeños, y los autónomos, que tuvieron que "reinventarse" reduciendo drásticamente los gastos, despidiendo a numerosos trabajadores, y saliendo desesperados a la conquista de los mercados exteriores, dada la contracción y atonía del mercado interior.

Los que, en cambio, apenas sufrieron la crisis fueron los políticos. Ni en esos años, ni en los posteriores se afrontó con valentía la necesaria reducción del desmesurado número de sujetos que se vienen dedicando profesionalmente a la política. A nadie con un mínimo de luces se le escapa que tanto entonces como hoy sobran muchísimos políticos. Y por si esto fuera poco, su actuación, en tanto que gestores de lo público, no fue económicamente ordenada ni mínimamente diligente, porque, de haberlo sido, la situación económica habría sido otra. Por otra parte, todo el mundo sabe que mientras que para ser médico, policía o bombero hay que pasar unos controles exigentes, para ser político no se exige absolutamente nada: basta con calentar banquillo pacientemente y ser obediente para entrar en las listas u ocupar las bien pagadas asesorías. De ahí, la injusticia implícita en la política de recortes, porque apenas se recortó el número de los políticos que sobraban y que habían sido puestos a dedo; es decir, sin haber tenido que superar prueba pública alguna para acceder al puesto de trabajo.

Pues bien, si nunca llegó a recortarse suficientemente el elevadísimo número de políticos, fue justamente porque eran ellos mismos los que tendrían que tomar esta medida. Y claro, no debe extrañarnos que se resistieran a incluirse entre los que iban a soportar las consecuencias de la crisis. Y ahora, cuando ya se sienten los vientos de la recuperación (aunque las demagógicas actuaciones del nuevo Gobierno están rebajando las previsiones de crecimiento económico), sigue sin disminuirse el número de los políticos.

Aunque no se hizo durante la crisis, no es tarde para acometer esta ineludible medida de saneamiento de nuestras cuentas públicas. Es un reto que tiene pendiente la clase política, a la cual habría que recordarle que ha llegado su momento, que procede reducir la elefantiásica clase política que mantenemos y que conviene que no olviden que no contribuyeron en la medida necesaria a la superación de la crisis. Si como dice la propia clase política, su función esencial es servir a la ciudadanía, lo mejor que pueden hacer por España es no dificultar la imprescindible reducción de los políticos innecesarios que viven del erario público.