Fue como un sueño. Un hombre cargado de maleta accede al aeropuerto internacional Jorge Chávez de Lima. Recorre la terminal ante la glacial mirada de unos, otros y otros más policías al acecho, parapetados entre metralletas y perros adiestrados.

Suda frío. Siente el peso de su carga. Con el temblor en las piernas, sigue caminando hasta llegar al mostrador de facturación. Se da ánimos. Ya falta poco. Solo queda pasar el control de aduana. ¿Turista?. Vuelve el frio sudor. Contesta como puede. ¿Es suya esa maleta?. Acompáñame. El pánico lo apodera. El tiempo se para y las ilusiones se evaporan. Le espera el infierno.

Un burrier español. Este hombre, que está a punto de entrar en un lugar que nunca se pudo imaginar,es un español hecho "burrier", mula transportadora de droga, captado por las redes de tráfico allí donde visibilizan la necesidad económica (colas de las oficinas de empleo, casas de empeño, albergues, comedores sociales, juzgados...) o la adicción (centros de rehabilitación, discotecas, salas de juego...).

Como otros muchos, es víctima de la crisis, acuciado por las deudas y soñador de mejor vida. O como otros tantos, es adicto a sustancias estupefacientes. Y al igual que la mayoría, sin antecedentes penales ("esta es la primera y la última", dijo al juez), sin recursos económicos, sin colchón familiar y con bajo nivel cultural y de autoestima.

Solo una minoría son traficantes de grandes cantidades de drogas.

En la cana. El hombre del aeropuerto ya ha traspasado la puerta del infierno y ha ingresado en la prisión (la cana).

Por eso, podría ser uno de los 271 presos españoles que cumplen largas condenas por tráfico de sustancias estupefacientes o que se encuentran en prisión preventiva en prisiones de cualquier país latinoamericano o del Magreb; constituyendo el mayor porcentaje del total de 1.010 de españoles ingresados en las prisiones más dispares del planeta.

Nuestro hombre, ¿ por qué no?, podría ser la española condenada a muerte en Tailandia por tráfico de drogas y después conmutada la pena, la joven de 18 años embaucada por un captador que le dijo que la quería, la mamá con hijo de 2 años en prisión, el empresario que no conoce a su hija de 5 años, el que se mantiene vivo por el amor de su madre, la que no pudo enterrar a sus padres, el que no aguantó más y se ha suicidado, el terminal esposado a la cama de un hospital, el que no quiere volver a España porque nadie le espera, o porque no tiene dinero para irse, el enfermo crónico que lo es por falta de medicinas y de tratamiento, el que se droga más que cuando entró, el que sufre depresión, el que tiene miedo constante, el cada vez más trastornado mentalmente, el homosexual objeto de burlas y abusos, el que está en la celda de castigo (hueco) no se sabe por qué ni por cuanto tiempo, el que ha sido tatuado en la frente por no haber pagado deudas pendientes, el que delata (sapea) a todos para obtener favores, el que se mantiene íntegro a pesar del sufrimiento y la extorsión.

Todos ellos y muchos más son el hombre de la maleta.

El sol no se tapa con la mano. En los centros de privación de libertad de los países que no tienen estructuras sociales y políticas homogéneas a las que tenemos en Europa occidental, la corrupción, como el sol, se expande sin tapujos, por todas las rendijas de la vida carcelaria.

Por ello, al nuevo presidiario no le quedará otra opción que la de pagar para, de alguna manera, aliviar los problemas con los que se va a encontrar: de hacinamiento (dinero para no dormir en el suelo y hacinado, o para no hacerlo con otro colega en un mismo colchón); de escasa y mala calidad de la alimentación (comprar comida supletoria ); de falta de atención a la salud (pagar medicinas); de consumo de estupefacientes (para fumar crak o ponerse lo que se tercie); de acceso al trabajo penitenciario (apoquinar para ir a un taller reinsercional); de corrupción de los funcionarios (desembolsar para pedirles permiso para casi todo); de insalubridad (comprar productos de aseo y limpieza); y de inseguridad (si busca protección).

Y si para estos gastos no tiene dinero, no le quedará más remedio que pedir un préstamo, que será el doble a la hora de su devolución, con interés leonino en caso de demora. Y si no paga, se dará cuenta que su vida e integridad no valen nada. El suelo se le moverá.

Yo tengo suerte. Los españoles tenemos Consulado. De este detalle se dio cuenta el que perdió la maleta cuando en su primer mes de estancia recibió del Consulado español una pequeña ayuda económica para atenuar sus necesidades.

A pesar de ello, el preso se encuentra abandonado a su suerte: dos años en prisión preventiva a la espera de juicio y su causa perdida en la vorágine judicial.

Un año después recayó sentencia condenándolo a 6 años, 8 meses y reparación civil.

Un sueño que nunca existió. Cumplida la interminable pena, un hombre calvo, enjuto y arrugado recoge su boleta de libertad y se dirige a la puerta de salida. Detrás de ella le espera su hermana. Es un afortunado.

Recorre los oprimentes grises, los de los angostos pasillos, los de los altos y gruesos muros, los de la alambrada que los corona, los de las pesadas puertas de los módulos, los de la torre de control envuelta en nubes también grises.

Ha llegado. Pero antes de traspasar la puerta se para y lee el mural de despedida: Dios da sus peores batallas a sus mejores guerreros.

Avergonzado, mira al suelo y enfila la salida. En una bolsa de plástico, como único equipaje, lleva la ruina de su vida