En la misma semana hemos celebrado el aniversario de una Constitución exitosa, vilipendiada sin fundamento, hemos visto removerse los cimientos del mapa electoral por el resultado en Andalucía y hemos conocido que los políticos ya preocupan más que la corrupción y su desprestigio no toca suelo, según la última encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas. No son hechos aislados, sino la consecuencia de una forma de ejercer la actividad pública lejos de la realidad y con oportunismo. Los ciudadanos llevan tiempo emitiendo señales que los gobernantes no escuchan. Necesitan soluciones, pero la agenda la monopolizan el teatrillo y los insultos. Y activan el populismo y la desafección como sus señales de alarma.

Los españoles, con la Constitución. Hace pocos esta frase constituía una seña por sí sola. Lo que latía detrás de esas palabras no precisaba de explicaciones. En un país que amanecía de la negra noche de la opresión, en el que aún residían combatientes que habían luchado a tiros, frente a frente, en una contienda fratricida y en el que el peligro de involución y de pérdida de libertades era real, la Carta Magna representaba una solemne declaración de intenciones: nunca más discordia y sangre. Aquello fue un inmenso acto de generosidad. Unos creyeron más importante la convivencia que el viejo régimen. Otros antepusieron la libertad al desagravio. Y todos hallaron un punto de encuentro para su anhelo de equidad. Al fin y al cabo, una constitución no es más que eso: una forma de organizar la convivencia desde el respeto, la tolerancia y la ley.

Los españoles, con la Constitución. Afirmarlo hoy a muchos les parece rancio y retrógrado porque, cuarenta años después, mandan los intereses particulares. No existe conciencia de un bien superior a preservar. Es un acto de ciego egoísmo. Cada partido aspira a imponer antes que acordar. Renunciar o ceder equivale a claudicar. La norma de normas supone, objetivamente, uno de los mayores éxitos de la historia contemporánea de España. Gracias a sus disposiciones dejamos de dirimir a palos, nos convertimos en una de las sociedades más abiertas y solidarias, asumimos con normalidad la alternancia ideológica, desterramos los espadones militares y el terrorismo, conquistamos un estado del bienestar único por generoso, vivimos confortablemente. En vez de revisar lo que funciona mal, algunos persiguen una enmienda a la totalidad del sistema para que reviente, aunque eso suponga adentrarse sin consenso y con temeridad por el camino de lo desconocido.

Los principios que nos han traído hasta aquí fueron arrinconados. La España moderna no difiere de su entorno. Ello supone contagiarse también de la polarización que sufren otros países europeos como consecuencia de unos cambios acelerados que siembran incertidumbre y de una crisis que laminó a la clase media, el gran estabilizador. Asfixiada a impuestos para pagar la juerga y empobrecida, grita en las urnas o en las calles, como hacen los "chalecos amarillos" de Francia por una subida del gasóleo y la gasolina.

Los votos escoran hacia los extremos porque el discurso de las élites se aleja de las preocupaciones cotidianas de las bases. Incidentes violentos empiezan a repetirse con una frecuencia preocupante. La única respuesta a esas advertencias consiste en convocar frentes antifascistas o anticomunistas. Y ahí está el nudo gordiano de lo que estamos padeciendo. Nadie quiere atajar las dificultades, solo combatir sus síntomas para obtener réditos rápidos con una eventual y falsa mejoría.

Sube la electricidad y el remedio son ayudas a los desfavorecidos para pagarla, nunca fórmulas para producir energía barata. Crece el fracaso escolar y se permite a los alumnos avanzar con suspensos, no propiciar que estudien más para profundizar sus conocimientos. El paro cabalga y se exigen subsidios abundantes, no mecanismos para estimular la economía que multipliquen y repartan la riqueza. El control de los funcionarios molesta y surgen caminos paralelos para esquivarlo, no se fortalece la calidad e independencia de los órganos fiscalizadores.

Decenas de miles de cargos públicos en Andalucía hacen las maletas ante un inminente cambio de gobierno. Las matemáticas y las enfermedades carecen de color político, aunque con cada vaivén caen directores de colegios y gerentes de hospitales. La democracia convertida en partitocracia rechina porque produce clientelismo y líderes sin límites ni escrúpulos que por tácticas para embolsar adeptos sacrifican las instituciones. Sin partidos la democracia muere, con partidismo queda herida de muerte.

Como los políticos son a la vez la solución y el problema, no quieren ver lo que está ocurriendo. La añoranza retrospectiva de estos días y los piropos hacia una Constitución cuarentona no habrán sido en balde si logran despertar de la ensoñación a quienes hoy tienen en sus manos el destino de España y les hacen retornar a la senda del pragmatismo y la moderación.