En Israel se recuerda en un memorial los nombres de los justos entre los gentiles que defendieron a los judíos en el momento más dramático de su historia. Es hermoso que sus nombres estén recogidos y que puedan ser leídos por todo el mundo. Pero no hay monumento en el que se pueda inscribir los nombres de los justos que obran en la tierra entera, en nuestro país, en nuestra ciudad. Hombres y mujeres, me resisto a calificarlos de anónimos pues brillan como diamantes, que sacrifican sus horas, sin esperar nada, por una acción de justicia, por dar a cada uno lo que le corresponde, sea alimento, albergue, trabajo, consejo y defensa, ayuda en la enfermedad y consuelo en la muerte, bien individualmente, bien formando parte de todo tipo de organizaciones y de oenegés. No se trata de más o menos bondad, más o menos empatía o capacidad de amor, cualidades de las que, como tampoco de una mayor o menor inteligencia o capacidad de creación, se puede examinar a nadie ni a nadie ser exigidas, se trata de justicia o de injusticia, de negar al otro su cuota en los bienes sociales y esta acción positiva en pro de la igualdad y de la justicia es exigible no solo al Estado y sus instituciones sino a cada uno de nosotros individualmente, como "animales sociales" que somos.

Hace más de medio siglo que, por sugerencia paterna, leí varias obras del jesuita y paleontólogo Teilhard de Chardin (al margen quiero expresar mi admiración por la obra y acción históricas, con sus luces y sombras, de los jesuitas a años luz de las otras órdenes e institutos, antiguos y recientes. Pero esto sería materia de otro artículo).

Pues bien, casi olvidé lo leído, salvo una gran idea de enorme fuerza poética, que la humanidad debía construir sobre la bioesfera, una noosfera, una esfera del espíritu. La repensé como una posibilidad de destino para el ser humano fruto del azar de la evolución y definido por una raíz latina que se despliega en las palabras "homo, humilis, humus", es decir, polvo, y que se asigna sin embargo, una finalidad grandiosa, construir una noosfera resplandeciente, desde la tierra y con el horizonte de la tierra, una humanidad celeste, "aunque nada signifique para el universo". Contribuir a esa finalidad está al alcance de todos, encender luces con nuestras acciones de justicia, además de las que se enciendan por las cualidades particulares de los humanos y que superen abrumadoramente a las que se apaguen por las injusticias. Esta esfera del espíritu solo se puede fundamentar en una Ciudad de justicia, es decir, de iguales.

No nos distraigamos con iluminaciones banales que oscurecen y dificultan la lucha por el "suum cuique tribuere" por el "dar a cada uno lo suyo" de donde surge la luz que merece la pena, la luz de la igualdad humana.