Hay una pequeña cafetería frente al mercado de abastos de Ourense que da la hora con el vapor de los fogones. Cada día, un olor a calamares avisa de que ya es media mañana, ese momento aproximado en que todo lo que no está hecho empieza a ser totalmente prescindible.

Un humo blanco y húmedo, que ribetea el cielo como el aliento en los amaneceres fríos, invita a la ciudad a abrir un paréntesis. Dentro, el establecimiento apenas da para albergar cuatro mesas apretujadas en torno a la barra. Siempre hay un señor acodado en el tablero, observando en un Ribeiro cómo fluye la vida. El aroma de los calamares en un pan generoso y crujiente disipa los problemas un rato. Nunca he llegado a entrar porque tampoco resulta necesario.

La aceitosa fragancia de la cocina, que casi hay que oler con un cuchillo, me traslada al fondo de las desaparecidas galerías Tobaris de la calle del Paseo, donde despacharon a varias generaciones los mejores bocadillos de calamares de la ciudad. Ni las obras ni las mudanzas, ni casi tan siquiera el olvido, disipan el decorado de los recuerdos.

La casa en la que viví hasta los diez años, nuestro domicilio compartido con la peluquería de mi madre, acoge la mayoría de mis sueños plácidos o pesadillas. En la fase REM devoro unas lentejas en la mesa de formica azul de la cocina, como hace 25 años; hago una llamada con el teléfono de disco giratorio del recibidor para pedir un horno que he visto en la teletienda; y me tumbo en la cama empotrada de la que, muchas veces al abrirla, salía una legión de cucarachas que me hacían sentir feliz, en casa. Mi mundo de entonces es mi único universo cuando estoy dormido, lo que me genera la duda de cuál es la realidad de verdad. Jean Renoir decía que las únicas cosas importantes en la vida son las que se recuerdan.

Los olores de la infancia, como las canciones de la juventud o los paisajes que causan un primer impacto, se almacenan intactos y perfumados en un departamento del cerebro. Una imagen repetida o incluso menos, una sensación similar, los trae de vuelta al primer plano. Vuelven llenos de matices y de recuerdos relacionados.

El escritor Manuel Vilas evoca en Ordesa (Alfaguara) un instante del pasado de su padre y un tío, caminando por la playa de la Lanzada, en el municipio pontevedrés de Sanxenxo, una mañana de verano en 1970: "Hay viento, hay luz, un descomunal espacio de mar y arena. Es el paraíso, pero es solo mi recuerdo. El mar mira a los hermanos. El mar es mi abuelo, los está mirando, les manda olas, les manda viento, silencio, soledad, gratitud, les manda fervor (?) Esa playa de la Lanzada, de ocho kilómetros de longitud, desemboca ahora en mi corazón".

Todos los arenales del mundo, especialmente los gallegos, tienen un poco de la Lanzada para mí. Remite a los veranos proyectados desde Ourense, en interminables caravanas a partir de la Ponte da Barca en Pontevedra, para escapar del agosto sofocante. De las tardes proyectando castillos de arena, o paseando junto a mi padre, o retando a las olas agitadas desde la atalaya de sus hombros, mientras un vendedor ambulante recorría las toallas al grito de "¡barquiiiiiiillooooosss, barquiiiiiiilloooosss, al rico parisién!".

Las tormentas, que vuelven siempre como vuelve la Navidad, me traen a la memoria automáticamente a mi abuela, de cuya muerte se cumplen diez años esta Nochevieja. Cuando el cielo empieza a garabatearse con esas nubes esponjosas enormes -son las más bellas-, pienso en las predicciones que ella emitía desde el umbral de la cocina, en el patio, mirando al horizonte mientras desenvainaba unos guisantes: "Hay torres". No hacía falta que dijera más para comprender qué se cernía.

Con aquella manera de anticipar el tiempo, más como una adivina que como una meteoróloga, bastaba para que me contagiara de su inquietud. Nos refugiábamos en la cocina con la luz apagada, y la central del teléfono fijo desenchufado para evitar averías, y una vela que refulgía en la oscuridad. Nos aferrábamos a aquella luz trémula como un faro en la desesperanza. Cada vez que cruzo el bar de la plaza de abastos paladeo los calamares de hace dos décadas. Todavía hoy, diez años después de su ausencia, veo a mi abuela, y siento junto a ella ese hormigueo, cuando una tormenta se posa sobre la ciudad, sobre el presente, amenazando con descargas y estruendos.