Resultaría increíble que en un mundo hastiado de valores agónicos tuviese más valor la ética que la manipulación de la genética para construir criaturas sanas. El chino He Jiankui ha optado por lo segundo al abrir la espita a un anhelo -también demonio, nada ajeno al progreso: lograr seres perfectos. La comunidad científica europea y estadounidense quedó sobrecogida al oír, en boca del propio Jiankui, que había manipulado la genética de dos hermanas gemelas logrando inmunizarlas contra el sida. Las censuras al experimento vienen de todos lados, incluso China ha abierto una investigación para confirmar si están ante un farol o frente a un procedimiento que se ha saltado todos los controles.

Un escenario de bebés a la carta resultaría escalofriante, sólo habría que pensar en los padres obsesionados con la idea de que sus descendientes no padezcan la enfermedad hereditaria que ronda a la familia. Moldear el ser humano para que nazca con unos determinados rasgos y defensas físicas está prohibido en la mayoría de los países, también en China. Pero el sueño de la eugenesia siempre ha estado ahí, a veces con consecuencias tan dramáticas como las provocadas por los nazis en sus campos de concentración.

Si la historia que cuenta el científico chino fuese verdad, la cuestión sería saber ahora hasta qué punto podrían resistir los valores vinculados a la vida y a la naturaleza frente al experimento de esta especie de doctor Frankenstein, dedicado no a unir trozos de cuerpos diseccionados para crear un portento de criatura, sino a ensamblar combinaciones genéticas de las que se desconoce qué resultado tendrán. Creer en una regulación universal que rechace la creación artificial de humanos sería lo suyo, pero la medicina y la ciencia son ahora mismo el campo de batalla de un capitalismo feroz. No es una casualidad que todo empiece en China.