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Ánxel Vence.

crónicas galantes

Ánxel Vence

El emperador nacionalista

Harto de que las fábricas de pantalones vaqueros se le vayan a China, donde no hay demasiados cowboys, Donald Trump acaba de definirse como "nacionalista". "Usen esa palabra", les dijo el otro día a sus partidarios, mientras arremetía contra los "globalistas" que, a su juicio, solo quieren que el mundo vaya bien: y no su propio país. Como si una cosa fuera incompatible con la otra.

Coincide en esto Trump con los movimientos antiglobalización, que generalmente se ubican en la izquierda y casi siempre abominan del capitalismo; pero aún hay paradojas mayores. Resulta del todo inesperado, por ejemplo, el arranque de humildad que tuvo el rey del mundo al proclamarse simplemente nacionalista, siendo como es el jefe de un imperio.

Cuando uno está al mando de una nación que exporta al mundo su tecnología, su idioma, sus costumbres y hasta sus tradiciones -la de Halloween o la del Black Friday, un suponer-, parece todo un alarde de modestia rebajarse a la condición de nacionalista.

Ya sea en la antigua Roma, ya en la actual Washington, los imperios se caracterizan por la capacidad de dominio -incluso cultural- que ejercen sobre otros territorios. El nacionalismo, en cambio, implica a menudo un cierto complejo de inferioridad. Presupone que la nación, acosada por fuerzas exteriores, no ha podido desarrollar todas sus capacidades; y en consecuencia aboga por actitudes defensivas como las que Trump viene aplicando desde que fue elegido mandamás planetario.

Fiel a su confeso nacionalismo, Trump le ha declarado la guerra a China y a la Unión Europea; aunque esta agresiva actitud no vaya a desembocar en el apocalipsis, como probablemente hubiera ocurrido en otros tiempos. Por fortuna, los modernos conflictos bélicos se dirimen solo en el terreno de los negocios.

Los mercados ya no se conquistan a tiros ni con el uso de cañones, tanques, aviones y demás pirotecnia guerrera. En lugar de esa mortífera costumbre, lo propio de los nuevos y más civilizados tiempos consiste en cerrarle al enemigo el suministro de verduras, lavadoras, coches y lo que fuere menester para la defensa de la propia industria.

Basta con disparar tasas y aranceles sobre el adversario para que este, a su vez, contraataque con peajes similares sobre los productos del atacante.

Si bien menos cruenta, esta variante de la guerra tradicional no deja de ser igualmente dañina para los negocios y, por tanto, para el bienestar de los pueblos. El nacionalismo agreste de Trump ataca las bases del libre comercio y, en general, del capitalismo que tradicionalmente abanderaba el país presidido por el irascible hombre del flequillo rubio.

Quizá por llevarle la contraria, los que ahora defienden las bondades del sistema ideado por Adam Smith son los dirigentes del Partido Comunista Chino. Los maoístas de Pekín abogan por la libre circulación de mercancías que tanto les ha ayudado a convertir a su país -otrora azotado por las hambrunas- en la primera potencia comercial del planeta. Frente a ellos, el emperador del mundo abraza, paradójicamente, las teorías autárquicas que se suponían propias de cierta parte añeja de la izquierda.

Muchos pensaban hasta ahora que Trump es simplemente un majadero; pero el presidente americano acaba de definirse como "nacionalista". Quién sabe. Igual se trata de conceptos sinónimos.

stylename="070_TXT_inf_01"> anxelvence@gmail.com

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