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Daniel Capó FdV

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Armisticio

Las campanas que doblan por los muertos de la I Guerra Mundial son las que nos recuerdan la primacía de la reconciliación sobre la propaganda del odio

Los ritos definen nuestra percepción de la realidad. El domingo, a media mañana, las campanas dieron las once en buena parte de Europa para recordar a los muertos de la I Guerra Mundial y celebrar el Armisticio que selló la paz. No sonaron en España -ni hay recuerdo visible de la contienda-, aunque es cierto que nuestro país sólo intervino indirectamente en la guerra de todas las guerras: la que cambió para siempre la fisonomía de Europa y marcó el destino trágico de nuestro continente. La guerra es responsabilidad de los hombres y sus pasiones, en igual medida que del capricho de los reyes y los gobiernos. Sólo ahora el papel de la prensa como agitadora de las masas empieza a ser estudiado con rigor: esas masas que condujeron las elites al sonambulismo, en la acertada expresión del historiador Christopher Clark. Pensar que las tropas iban cantando a las trincheras, como quien celebra la muerte por venir, produce escalofríos. Se diría que fue la última guerra antigua, pero también la primera moderna, oculta bajo los designios de dos fuerzas en movimiento: una, el imperialismo, que empezaba a batirse en retirada; la otra, el nacionalismo que desvirtuó las viejas lealtades y acabó con el espíritu patriótico. Las dos guerras fueron sobre todo conflictos nacionales o, mejor dicho, guerras ideológicas directamente nacionalistas. Su final en 1945, tras la capitulación de Berlín y la victoria de los Aliados, anunciaba la posibilidad de una paz sustentada en las lecciones del pasado. Poco antes de morir, el presidente Mitterrand lo resumiría en una frase, escrita sobre el fango de los muertos de Europa a lo largo del siglo XX: "El nacionalismo es la guerra".

Unos años antes, el 24 de junio de 1979, un escritor alemán que combatió en las dos guerras, Ernst Jünger, se acercó a Verdún invitado por Henri Amblard, su alcalde, para conmemorar la gran batalla que allí se libró, con más de 260.000 muertos. Para ambos se trataba de apelar al reencuentro de las naciones. La primera frase de Jünger fue: "Me inclino ante los caídos"; y terminó recordando cuál era el principio de la paz: "Permítanme que saque una conclusión: ha pasado el tiempo de la enemistad entre nuestros dos pueblos, una enemistad para la que nos educaban desde muy pronto. Yo nunca he aceptado esa enemistad. Es cierto que la persona singular no puede sustraerse a los grandes conflictos y que, obviamente, participa en ellos con los suyos y entre los suyos. Siempre es posible preservar la simpatía como ocurrió entre Federico el Grande y Voltaire, aunque hoy eso resulta más difícil que en el Barroco. Adversaire, si lo ordenan las circunstancias, pero no ennemi. Agón, pero no pólemos".

La celebración del armisticio este fin de semana -las campanas sonando en Londres o los gestos de amistad entre Angela Merkel y Emmanuel Macron- nos hablan también del sueño inicial de la Europa que surgió en los años cincuenta y que se construyó contra la guerra. Nuestro texto fundador es la historia de un fracaso, condensado en una larga contienda civil que se extiende de 1914 a 1945. Y es también la historia de una revuelta contra ese fracaso. Acordarse de los muertos consiste en inclinarse ante los caídos, reconocer su primacía sobre nosotros. No la del odio, sino la de la reconciliación y la paz.

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