Parto de una premisa innegociable: yo con la vida me armo un lío y de ahí que uno de los títulos más felices que leí nunca sea el de Perec, La vida instrucciones de uso, una novela que me gustó tanto que no me atrevo a releerla para que perdure intacto el sabor de entonces, que una nueva lectura no pueda desmontar la felicidad que sentí cuando me enfrenté a ella (a la novela, no a la felicidad) hace tiempo.

Descendiendo a los pequeños detalles, asimismo soy incapaz de moverme con soltura con todo lo que la vida pone a nuestra disposición para hacerla más llevadera: desentrañar el modo de empleo de cualquier aparato me sume en un trance de angustia. Si me sometieran a ese proceso en el cual unos monos tratan de alcanzar un racimo de plátanos al que no llegan y optan por emplear el taburete que el cuidador dejó abandonado a propósito en la jaula, yo sería incapaz de pensar que el taburete me sirve de medio para lograr coger los plátanos y alimentarme; me sentaría en él reflexionando cómo demonios alcanzar los frutos y moriría de hambre.

Tengo problemas continuos con los botones de los ascensores (¿la flecha indica que es para bajar o para subir? ¿este otro abre o cierra la puerta corredera?), con los paraguas automáticos, con los mandos de los televisores, con las teclas de cualquier electrodoméstico, con las cápsulas del café y, como dije al principio, con la vida en general. Soy irremediablemente torpe, poco práctico y un inútil para seguir correctamente las instrucciones de lo que sea: ensartar adecuadamente una llave USB en la ranura me cuesta más que a Ulises regresar a Itaca; ipso facto, entenderán mis contratiempos a la hora de mi lamentable iniciación sexual.

Si yo fuera Robinson Crusoe, habrían encontrado mi cadáver en poco tiempo porque no sería capaz de fabricar un método de supervivencia, de reciclar restos, de atreverme a probar una fruta desconocida; lo de encender fuego si no es con un mechero Bic ni me lo planteo. Tampoco, en cuestiones de calendario, soy un lince: a mí la diferencia entre lo de Todos los Santos y Fieles Difuntos me resulta abstrusa como ciertas páginas de filosofía que suelo abandonar en el tercer párrafo, así que si un día ven a un idiota con un ramo de flores camino del cementerio el día de San Valentín, sepan sin dudarlo que ese idiota soy yo.

Mi mente debe de estar diseñada para otra cosa, quizá algo que tenga que ver más con la intuición que con la razón. Así que no puedo precisar la cronología de la cual partir para pergeñar este texto porque no sé si fue el Día de Todos los Santos o el de Fieles Difuntos cuando salí después de comer a una ciudad prácticamente vacía y paseé durante apenas una hora. Especificaré que me moví preferentemente por eso que de modo arbitrario se denomina el centro y para entrar en materia diré que dicha caminata transcurrió por los alrededores de Paseo Avenue, St Lazaro Park y Santo Domingo Street y aludo a las denominaciones en ese idioma porque, sin pararme en todos los establecimientos sino sólo dedicándoles una ojeada superficial, descubrí negocios que me transmitieron la sensación de hallarme en Londres, por ejemplo, de donde se infiere mediante recovecos tortuosos el título de este artículo que remeda el de una película de Wenders de la que, pérfidamente, recuerdo sobre todo a Nastassja Kinski y al inolvidable Harry Dean Stanton también pero de refilón.

Para no excederme demasiado, encontré Sergent Major, Shoes Land, Cakes&Food, Mid Season, The Town (Concept Store), Aloha (Mental Arithmetic), Tea&Nature, CoffesBrunch&Gastroclub), Yankee Candle, Sport To The People, Enjoy Your Store, International Beauty Studio, Executive Search, HR Solutions, Business Cosulting, World, Kremlin (Tatoo&Piercing), Hair&Cosmetic y cierro la lista con este encantador: Nails By Yailin Freitas (Centro de manicura y pedicura. Especializado en uñas artificiales).

Ciertamente hoy el inglés (a falta de que culminen su ascenso imparable idiomas como el español o el chino) domina en muchísimos ámbitos y en algunos de ellos de momento no existe una traducción fiable al español o un neologismo que lo sustituya. Hace décadas el tenis estaba amasado de vocablos ingleses (lo mismo que el fútbol en sus principios: shoot, goal, corner) pero actualmente se encontraron recursos en español para sustituir las denominaciones inglesas: paralelo, saque directo, derecha, mate, revés, etc.; en asuntos de deportes, reconozcamos que el golf se nos resiste. Supongo que en otras áreas (ciencia y tecnología, por ejemplo) aún está el idioma español en período de adaptación pero antes o después hallaremos alguna palabra propia que signifique exactamente lo mismo que la extranjera.

Cuando el francés era el idioma dominante en el mundo, también se cayó en la utilización ilimitada de vocablos franceses que hoy prácticamente desaparecieron o se españolizaron. El exceso de denominaciones anglosajonas no sé bien a qué responde, si a un afán de internacionalizarse o sencillamente a un espíritu de inferioridad. En esta ciudad, de momento (y ojalá dure) no tenemos una invasión de británicos o de estadounidenses o de otros visitantes que utilicen el inglés como lengua franca, para quienes las denominaciones en ese idioma sean indispensables y llega más gente de Ponteareas que de Liverpool por lo que se debería recurrir prioritariamente al gallego con permiso de Toni Cantó. Esto es, a la ciudad de As Burgas y el Santo Cristo y el Puente Romano y las termas y las calles de los vinos y etcétera, mayoritariamente acceden personas de otros lugares de Galicia y visitantes del resto de España, por lo que ese afán voraz de ponerles nombres anglosajones a los comercios, a los negocios, no parece muy atinado. Sólo espero que no me encuentre jamás en mi vida irresoluta con la traducción al inglés de pulpo á feira: sería la puñalada brutal y última que terminase con mis esperanzas en el género humano, ya de por sí tambaleantes, mermadas y frágiles. Juro, pues, por el honor que no poseo que si algún día estoy en un bar de esta ciudad y entra alguien que pide una ración de octopus á fair (¿cabe un on fair?), reniego de mi patria y emigro a Londres donde, la única vez que estuve, escuché en la calle hablar con bastante frecuencia el castellano y en un par de ocasiones el gallego. The end, carallo.