La industria no atraviesa, en cuanto a prestigio social y consideración política, por un momento boyante. Con medidas que disparan la factura eléctrica, con un modelo de relaciones arcaico muy alejado de la flexibilidad que demanda el mercado global, con una legislación tremendamente exigente, la sociedad en su conjunto, y no solo los gobiernos, está generando un entorno hostil hacia los grandes conglomerados. Se trata de una tendencia general en todas las naciones desarrolladas, que coloca en la diana, muchas veces de manera injusta, un tipo de actividades fabriles pesadas que suponen incomodidades y que están expuestas a decisiones en ámbitos en los que la comunidad carece de la capacidad de influencia precisa.

Empieza a asentarse un buen número de compañías tecnológicas con proyección y un volumen de empleo respetable. Ver nuevos espacios invadidos por jóvenes conectados con el mundo desde sus pantallas simboliza un tiempo distinto. Galicia ya es la tercera comunidad con más empresas biotecnológicas; emprendedores que crean videojuegos universales o diseñan impresoras de ciencia ficción. Pero este incipiente entramado, que está muy bien, dista años luz de la dimensión que en su día adquirieron las cabezas tractoras de nuestra economía. Probablemente nunca podrá igualarlas y sería utópico creer que solo de estos brotes verdes surgirá la recuperación.

Estamos llevando en muchas ocasiones a la industria clásica a situaciones límite, consecuencia de inflexibles excesos regulatorios. La advertencia procede de sectores claves del entramado productivo nacional. Empresas con larga tradición han capeado con virtud la crisis y resisten como pueden el vendaval que, por unas cosas o por otras, nunca afloja. En el caso de Galicia, la industria vinculada al motor ha despegado con fuerza pero el tablero se complica con la crisis en torno al diésel por la nueva norma sobre emisiones que lastra las previsiones de producción de coches en España. También se han reactivado los astilleros y el textil, con Inditex como gigante mundial, muestra una buena salud. La marcha de las exportaciones son un buen barómetro de la competitividad. Pero con todo es insuficiente. Se necesita pisar el acelerador a fondo.

Preocupa la imposición de medidas energéticas y medioambientales que tuerzan las previsiones de crecimiento estable. La electricidad es el caballo de batalla desde hace más de un lustro. Abaratar su precio, la reclamación compartida por empresarios y trabajadores. Algún ejecutivo también manifiesta su temor a un aumento desmedido de las "tasas verdes", a tenor de los cánones vigentes en la actualidad. Ninguno de esos impuestos se ha concretado todavía, aunque las amenazas provocan parálisis. La incertidumbre, a veces, supera los estragos de una certeza trágica porque nunca sabes a qué reglas atenerte, confesaba un empresario.

Una multinacional, Alcoa, acaba de liquidar de un plumazo casi 400 empleos en A Coruña con el cierre de su planta en el polígono de A Grela. Los riesgos estaban sobradamente advertidos y el peligro que corre la industria con decisiones que minan su competitividad no es un cuento. Al margen de las circunstancias y estrategias de la propia compañía, el ejemplo sirve para evidenciar que padecemos las consecuencias de un marco eléctrico inestable que encarece la energía e impide a las compañías saber con previsión cuánto va a costarles la luz. Hace apenas un mes, el grueso de la automoción gallega hubo de cambiar de operador al rescindir el que le suministraba la energía por ser incapaz de mantenerle el precio. Lo mismo le ocurrió a los astilleros y a un grupo de industrias pesqueras.

La misma UE que limita las emisiones tiene el propósito de conseguir que el 20% del PIB de sus países socios provenga de la producción industrial en 2020. En Galicia ahora es del 16%. No queda otra que poner los medios para hacer compatible un discurso verde con la defensa de factorías engorrosas. Las industrias generan empleo de calidad, con buenos salarios y con fuerte repercusión indirecta en otras contrataciones. Al cuello echa la soga quien destierre sin más las fábricas al patio trasero de otro. No son sustituibles con facilidad por "iniciativas limpias" como pretenden los demagogos y los embaucadores.

Hacer política industrial implica acompañar a las empresas y pensar estrategias viables que faciliten su existencia. Propiciar, como en el País Vasco, un contacto directo de cada empleador con los centros de formación profesional para instruir operarios a la carta, adaptados al mercado, no mantener la pantomima de una enseñanza dual sin resultados. Impulsar la innovación, ligar los salarios a la productividad, gestionar con transparencia, confianza y mutuas cesiones cada compañía para corresponsabilizarse de su marcha... Hacer política industrial significa, en fin, transmitir con claridad que, sin renunciar ni sacrificar el entorno natural, éste es un territorio amigo, amable y con talento para instalarse. Porque si pierde la industria, perderemos bastante más todos.