Don Carmelo de Diego Lora. Cuando le conocí, era yo un muchacho que, próximo ya a cumplir los diecisiete años, celebraba mi "Preu" recién aprobado. Hoy su recuerdo llega a mí envuelto en la fragancia lejana de aquellas noches de húmedo calor mediterráneo, en la localidad costera de Premiá de Mar (Barcelona). Ahora, varias décadas después, lo rebusco entre los pliegues de la memoria y allí lo encuentro en la hora nocturna, después de la cena, partícipes los dos de concurridas tertulias en el porche espacioso de aquel palacete solariego, rodeado de una finca espléndida, en cuya piscina aliviaba los calores del mes de julio. Solíamos sentarnos -él a mi derecha- en una esquina del amplio y animado rectángulo tertuliano. Con nitidez me viene a la memoria la cadencia de su acento gaditano -era de Sanlúcar de Barrameda-, el tono de su voz y la manera afable de su conversar ameno.

Por aquellas fechas, estaba yo a punto de empezar los estudios de Derecho en la entonces joven Universidad de Navarra, donde don Carmelo había sido profesor de Derecho procesal, y por eso le escuchaba muy atento cuando respondía con amable disposición a mis preguntas de universitario en ciernes. Me cautivaba su historia personal; don Carmelo había sido juez y su último destino, el de magistrado en la antigua Audiencia Territorial de Pamplona. Tan solo unos meses antes de conocerle había cambiado la toga por la sotana, ropajes que visten funciones tan diversas. La primera llamada a juzgar, la segunda, a perdonar.

Terminó aquel verano y no volví a verle. Ya en tiempos de ejercicio profesional topé con uno de sus libros - La posesión y los procesos posesorios- que desde entonces conservo con especial estima. Cada vez que acudo a él -y lo he hecho en no pocas ocasiones- se remueve en mi memoria aquel decir gaditano; parece que me hablara con las palabras mismas del libro, y posesiones y despojos, interdictos y sentencias se acompañan de aquella sonrisa perenne, gesto inseparable con el que atendía siempre a su interlocutor.

Perdido ya para el Derecho procesal común desde que se dedicó al ejercicio de su ministerio sacerdotal, se volcó en el Derecho procesal canónico, disciplina que impartía en la universidad navarra y a la que dedicó su producción científica.

Está don Carmelo en mi memoria, donde los muertos habitan para no morir del todo, asidos y embrazados a nuestras vidas, aspirando el aire de nuestro poder de evocación. Lo he rememorado en muchas ocasiones; muy probablemente, yo ya no tuviese presencia ni huella alguna en su memoria. Muy envejecido y enfermo, le hice llegar a través de un amigo común el mensaje de que ni el tiempo ni la distancia le habían borrado de mi afecto y mi recuerdo. Tampoco lo hará ahora la lejanía infinita que se abre con su muerte el pasado mes de julio, de la que acabo de enterarme. Será su memoria la presencia de su ausencia.

Hay personas de paso efímero y presencia breve en nuestras vidas, que, no obstante, perviven luego durante años en el recuerdo. Parece que estuvieran dotadas de un carisma capaz de esculpir en la memoria una imagen perdurable. Es posible también que no sea solo la persona, sino una suma de circunstancias vitales de tiempo y oportunidad que se concitan todas ellas para dejar una impronta duradera.

Evoco a don Carmelo y reaparece sonriente en un rincón umbroso de la memoria, donde conservo, como si de un tapiz añejo se tratara, la imagen estival de aquella hermosa finca del Maresme, en el animado porche de la casona noble, escenario de tertulias nocturnas, y le veo allí sentado junto a aquel muchacho que fui yo -una vida por vivir-, al que contaba historias del tiempo en que, antes de vestir sotana, había sido juez.

*Magistrado de la Audiencia Provincial en Vigo