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Ilustres

Barras de pan

Veo por la calle a personas que acuden a la panadería, compran una barra y toman el camino de su domicilio dándole pellizcos tranquilamente, sin prisas, con la displicencia que te regala ignorar (o no importarte) que si sigues a ese ritmo, antes de abrir el portal tendrás que dar la vuelta, entrar de nuevo en la panadería y comprar otra barra. Entiendo perfectamente la tentación: pocos sabores más maravillosos que el del pan recién hecho. Son personas aventureras, que no piensan en el mañana, que descreen del futuro: en todo caso, admirables para mí que pertenezco al grupo de compradores de pan que mantienen intocada la barra hasta que llegan a casa y a la hora de comer cortan los trozos que se irán repartiendo. Eso de mantener intacta la virginidad de la barra es propio de gentes conservadoras, sedentarias, formales y aburridas. Me incluyo, lamentablemente, en este grupo.

Me vino a la mente la comparación al echar un vistazo a los libros que acumulé en mi ya larga vida, ojeando las dos librerías (salón y despacho) que me acompañan desde hace algún tiempo durante el cual he sido testigo, próximo o lejano, del atentado de J. F. Kennedy, por ejemplo; para no abundar en otros hitos de mi biografía, digamos que cuando yo nací el mundo estaba a medio hacer (o a medio deshacer, quizá): soy, como ven, viejo de carajo. Si a la edad le suman la afición temprana a la lectura y una cierta capacidad económica (restringida: nunca podría ser, ni por capital ni por gusto, un bibliófilo) entenderán que me haya hecho con una biblioteca xeitosa manque no hipertrofiada.

Libros que no leeré nunca

¿Y lo de las barras de pan, las intonsas y las decapitadas? Pues en ello pensé mirando (no cabe agregar pensativamente, sospecho) las dos librerías y comprobar que hay volúmenes que sé con total seguridad que no leeré nunca; más aun: de algunos de ellos me pregunto por qué demonios los compré. Y pensé asimismo que en la juventud, tal vez no sólo por la naturaleza que te dan los pocos años sino asimismo porque uno anda más justo de dinero (hay edades en las que es más necesaria una cerveza que un libro), uno compraba los que iba a leer de inmediato; es decir, no salía de una librería con un libro y se decía que iba a leerlo más adelante, en el futuro, cuando tuviera tiempo; no, era tal la expectante necesidad de hincarle el diente que obraba como los compradores de pan que pellizcan y mordisquean la barra: con voracidad inmediata, sin plantearse el porvenir; así, creo recordar, nos sumergíamos a cierta edad en los libros, como zambullidas desde un trampolín en una piscina.

Después uno se hace inevitablemente mayor y si la vida no lo mata a coces y reveses, dispone de algún que otro billete o tarjeta de crédito para comprar libros pero no va directamente (o no sólo va directamente) hacia la pieza deseada sino que se detiene muchos minutos paseando entre los expositores, los anaqueles y los rincones de la librería y aparte de comprar lo que buscaba, adquiere asimismo la biografía de Kafka (por ejemplo) en dos tomos casi infinitos y se plantea seriamente que ese libro se lo merendará en los meses de vacaciones pero para entonces no se acuerda de la biografía y al arrancar el verano compra tres o cuatro libros que acaso tampoco termine de leer porque interfieren otros que exigen una lectura inmediata; y compra además aquel otro que le recomendaron porque cualquier día, cuando acabe los que tiene pendientes, podrá dedicarle unas horas. Y obrando así, al final, uno atesora en su biblioteca particular muchos libros que leyó pero también muchos que aguardan a que uno tenga tiempo y ganas de meterse con ellos aun sabiendo que posiblemente esas dos condiciones no se den nunca. O sea, dejas la barra de pan sin mordisquear aguardando el momento de la comida.

De cualquier forma, aunque observemos la cantidad de libros que permanecen sin leer en la biblioteca, seguimos con nuestro afán de comprar esos que nos juramos que ya leeremos en el puente de la constitución, por ejemplo. E incluso incurriendo en lo solemnemente trágico, tenemos la total certeza de que nos moriremos sin haber leído todos los libros que compramos. Muchos de ellos van a sobrevivirnos.

Recuerdo que un día, un día lejano y extraviado para siempre, yo también mordisqueaba la barra de pan camino de casa.

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