Cierta desorientación tras el cambio de hora es normal. Que se rompan un poco los esquemas es comprensible. Con más razón ahora que en las instituciones hay voces que ven la obviedad que llevábamos años poniendo de manifiesto en los bares: que la excusa del ahorro energético mientras los comercios abren hasta las diez, y los rótulos centellean más allá de la medianoche, que no, mira, que va a ser que no. El domingo nada más levantarme, muy temprano, casi a la hora de comer, ojeé el móvil y corrí al horno, como siempre, para saber qué dispositivo funcionaba conforme es debido.

Es un ritual cada seis meses, como el primer día de gimnasio. Solo hubo que cruzar el pasillo, todavía con legañas. La cocina seguía la vida como si aún fuese ayer. Entré en otra dimensión de sesenta minutos menos que, la verdad, parecía absolutamente idéntica, aunque algo no cuadraba. No era tarde como diez metros atrás, en el dormitorio. Casi llegaba a tiempo para tomar el desayuno. Tuve una duda fugaz: ¿era el electrodoméstico el que se había actualizado a las tres de la madrugada, en lugar del teléfono inteligente? Cambié el reloj a pesar de todo y sentí una paz extraña. Entonces toda la casa se acompasó y, aunque no oí nada, pareció que un clic leve ahormaba el conjunto.

Resulta tan sencillo como escribir "qué hora es" en Google para conocer el tiempo en su detalle. La página muestra incluso la ciudad en la que estás, por si acaso el olvido. Aquello para lo que tu buscador no obtiene respuesta no suele existir, aunque quizá sea lo único que importe. Mi abuela se pasaba casi un mes repreguntando, tras los ajustes de la hora de otoño y verano: " pero pola nova ou pola vella?" Solo se acostumbraba al horario nuevo cuando lo podía medir: " xa se lles conoce ós días, cada vez van a menos" (así, en el gallego dialectal con el que desaprendía la normativa que dan en el colegio).

Los cambios, incluso para mejor, resultan incómodos y agotadores. Como escribió Carmen Martín Gaite en Lo raro es vivir, cualquier mudanza, aunque no se tenga demasiado apego a los objetos, es dura de por sí, no sólo por lo que hay que tirar, sino por lo que en otras ocasiones ya se tiró.

Salvo por unas pocas semanas del verano, siempre que salgo del periódico es de noche. Da la sensación de que, aunque otra vez parecía imposible, hemos vencido a la jornada de nuevo. Podría acostumbrarme a los reajustes continuos del reloj, una vez cada diez semanas, dos al mes, depende.

Más allá de las horas de sol entre el amanecer y el ocaso, existen otros elementos que configuran la rutina. Son incluso más poderosos que los factores ambientales. Pasan unos minutos de las nueve, la hora que ya se puede considerar tardía para comenzar con la última página, y casi todos los días una emisora musical emite I'm a believer. Es la versión de Smash Mouth sobre el original de Neil Diamond que formó parte de la banda sonora de la película Shrek. Una revisión del tema que en los sesenta popularizaron The Monkees. Al tercer o cuarto día fui consciente de que esa canción se repetía a la misma hora, como el telediario. Va a ser difícil asociar otra melodía a las jornadas en las que ya es tarde pero aún queda trabajo.

Del mismo modo que el No Surprises de Radiohead me infunde una relajación extraña, porque la letra no puede ser más desoladora: " Un corazón que se llena como un vertedero. / Un trabajo que lentamente te mata. / Moretones que no sanarán. / Te ves tan cansado, infeliz". Su efecto funciona conmigo en las situaciones más inopinadas. En mi último viaje en avión, 2012, esta era la última canción del hilo musical previo al despegue. Lo que no había conseguido a tiempo el diazepam lo logró -aunque fuera solo durante un instante -esta melodía aflictiva. Durante una temporada, en mi época universitaria por lo menos, marcaba el fin de la fiesta en la discoteca Ruta, de Compostela. Todo lo que no hubiera dado tiempo hasta entonces había que dejarlo por perdido: " Sin alarmas y sin sorpresas. / Sin alarmas ni sorpresas. / Sin alarmas ni sorpresas. / Silencioso, silencioso", dice el estribillo.

Las canciones desencadenan unas reacciones a menudo difíciles de explicar, que son intransferibles. Uno encapsula sus primeros efectos y los reproduce igual, aunque haya transcurrido una vida. Porque la música que vale la pena es en cierto modo infecciosa. Duele, importa, emociona y sacude la piel. Saca a la luz nuestras dobleces e interioridades, como logran muy pocas películas y algunos versos, como ese de Miguel Hernández: " Florecerán los besos / sobre las almohadas". Hay que descartar las canciones que pasan de largo, que suenan originales e incluso muy bien, pero que no rasgan ni transforman ni remueven. No creo en una afición aséptica, modosita, porque la música es un arte esencial para la vida. Tan fundamental para que, por ejemplo, Woody Allen no acudiese a recoger su Oscar por Annie Hall, porque tenía que tocar el clarinete.

Esta semana pasada, Youtube me puso a la vista un disco que tenía olvidado, o eso pensaba. He vuelto con intensidad estos días a A Galicia de Maeloc, de Milladoiro, un álbum fundamental de la música celta que está a punto de cumplir 40 años. Suenan los picados imperfectos de la Danza de San Roque de Hío, el crótalo casi a contrarritmo en Tecendo liño. ¿Acaso cualquiera que escuche Ila ó mar, que comienza con un rumor de olas rompientes, no diría que es el vals más hermoso del mundo? Se reabren las puertas del rincón de la memoria en el que había arrumbado esta colección de melodías. Regreso a los ocho años, a la cama de armario empotrado junto al radiocasete de dos cintas, bajo la bombilla desnuda cuyo filamento confundía con la sonrisa sádica de un monstruo muchas noches de insomnio medroso. Con A Bruxa salto de repente a un concierto de Abe Rábade, que ha recuperado este tema para reformularlo desde el jazz.

Ese disco, un compendio de emociones y recuerdos almacenados en una cajita de M.C. , lo devoré siendo niño. Mi tío Antonio me hacía ese tipo de préstamos, un regalo que encerraba algo más. Durante varios años de mi infancia compartíamos el domingo. Paseábamos por el barrio judío de Ribadavia o por las callejuelas del centro de Allariz. Íbamos a ver películas de estreno al Xesteira, al Pequeno Cine, al Cine Río. Cuando por ejemplo John Travolta y Uma Thurman consumían cocaína en Pulp Fiction, o durante una escena subida de tono, además de como cicerone, mi tío ejercía de censor y con su mano en los ojos, la escena de repente fundía a negro unos segundos.

Estuvimos juntos en las primeras filas cuando James Brown vino a la ciudad, en el 2000. Yo tenía catorce años y en el aire se distinguía una neblina dulce que olía diferente a un cigarrillo. Mi tío, harto de bailar como un poseso el Sex Machine en el salón, constató que el Padrino del Soul -entonces con 77 años, a seis de morir- era cada vez menos Mr. Dinamita. De tantos domingos juntos durante años me han quedado la afición por el Dépor, el recuerdo de los viajes al rincón de la Ribeira Sacra donde nació, pinceladas de cultura general, lecciones de sabiduría popular, y recorridos por carreteras viejas. Más tarde disfrutamos conciertos de algunos de los artistas que sonaban en el coche: Bob Dylan en Vigo, en 2008, The Rolling Stones en 2014 en el Bernabéu, para resarcirnos de aquel viaje a Valladolid en 2006 frustrado por una laringitis de Mick Jagger, aunque el desplazamiento desde Ourense no fue en balde porque al menos nos hartamos a cochinillo. Está bien el algoritmo de Youtube y Spotify que recomienda canciones al gusto para ahorrar trabajo, pero aquel esfuerzo de mi tío Antonio en la infancia, cuando las horas eran todas importantes y daba igual el reloj, deja otro poso, más duradero, más auténtico, más veraz.