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Daniel Capó FdV

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Pensar la naturaleza

No podemos entender al hombre sin pensar en el espacio en que está inmerso. Nuestros ancestros más remotos abandonaron África persiguiendo un horizonte ilimitado y desconocido. El crítico Pietro Citati ha observado que detrás de la Odisea se encuentra el espíritu de Occidente, aventurero y ligeramente despreocupado, deseoso de explorar una geografía vasta y extraña: Alejandro Magno mirando hacia Oriente. Pero de vuelta, como un péndulo, también es Atila llegando a Roma o Gengis Kan amenazando las puertas de Viena. Carl Schmitt, en un breve opúsculo escrito en plena guerra mundial, introduce el gran tema de la relación entre la política y el dominio del espacio: hay poderes marítimos que ejercen su soberanía sobre los mares, como el Imperio británico, y otros esencialmente terrestres, como sería el caso de Rusia. Sólo así se explica que Churchill apelara a la guerra marítima, si Inglaterra caía en manos de los alemanes, o que Rusia utilizara la misma táctica engañosa de replegarse sobre una tierra helada para combatir a Napoleón y a Hitler. Si para unos el símbolo es la ballena -como sucede en Moby-Dick, la novela fundacional de los Estados Unidos-, para los otros es el oso que hiberna y que mata con su abrazo y sus garras. No se trata sólo del poder y la política: la riqueza adquiere un perfil geográfico -los campos fértiles de Italia, los ríos navegables, los puertos de mar-, al igual que el carácter. Un poeta como Czes?aw Mi?osz es indisociable de los brumosos bosques de su infancia en Lituania; otro premio nobel, el antillano Derek Walcott, ha escrito que para un isleño el destino es un horizonte. Del relato épico a la poética del matiz, el espacio nos configura con su realismo: las vastas llanuras del Midwest americano y la intrincada retícula del callejero europeo, las altas cordilleras y el paisaje lunar de los desiertos. Si la descripción mítica del Paraíso es el jardín edénico, el fuego apocalíptico se refleja en el espacio: en los ríos y los mares, en el cielo abierto, en la tierra agrietada y baldía.

Pensar el espacio permite pensar al hombre. En su reciente Canadiana (ed. Debate), Juan Claudio de Ramón plantea esta relación de forma directa: si Canadá constituye uno de los más acabados ejemplos de democracia es gracias al fructífero diálogo que sus habitantes han sabido mantener con una naturaleza extrema. «Viajar al Norte es, a efectos prácticos, como viajar a la Luna -leemos en el ensayo-. Por un lado, ese factor distancia hace de la canadiense una sociedad de frontera, vigorosamente solidaria. Para sobrevivir a un impío clima y una vastedad sin igual, han de cooperar unos con otros y socorrerse en caso de peligro. Desde esta perspectiva, no es difícil de entender que haya sido un país propicio al arraigo de ideas socialdemócratas. Por otro lado, la inconsciente apropiación de un espacio infinito hace del canadiense medio un ser contemplativo y moderado». Que las leyes y las instituciones de un país tengan que ajustarse a su perfil geográfico y al clima de la región es algo que ya intuyó Montesquieu y, más recientemente, Jared Diamond en un libro tan citado como Armas, gérmenes y acero. Enfrentado a lo desconocido, el hombre construye una moralidad, que es política, y una sensibilidad, que se traduce en poesía. Respetar y admirar esa realidad a la que llamamos naturaleza supone también cuidar a la humanidad en lo que tiene de más digno.

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