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Parresía

Parresía es un término fundamental del vocabulario político de la democracia ateniense: palabra, discurso completo, total. Tener parresía es libertad de expresión, pero no una libertad cualquiera, sino la libertad de decirlo todo, derecho que corresponde a los ciudadanos libres e iguales que se encuentran en el ágora y en las Asambleas en relación abierta para alabarse y criticarse sin límites con palabra que fluye sin obstáculos.

En las democracias modernas la libertad de expresión sigue siendo el rasgo esencial que las define, yo diría aún más que en Atenas, pues la evolución de nuestras sociedades con su enorme escala, comparada con la ciudad antigua, ha hecho perder al ciudadano su inmediatez en la Asamblea, imposibilitando su papel activo en el debate político en los órganos de poder (si no es a través de sus representantes) convirtiéndolo, en gran medida en espectador pasivo.

Por ello la libertad de expresión, con palabras y con actos, es la última trinchera del ciudadano, sobrepasada la cual, o condicionada, la democracia se convierte en el ropaje de un poder, quizá de maneras amables, respetuoso con los procedimientos legales, pero que busca sus propios fines e impone de modo manipulador ideas y conceptos globales, ajenos a los intereses de la mayoría, a una ciudadanía adormecida, especialmente peligroso ello en una sociedad tal desigual como la nuestra.

La libertad de expresión o es sin límites o no es libertad. Entre ciudadanos iguales en derechos, ninguna posición de los mismos en instituciones o, en general en el aparato de poder, puede blindarlo a él o a sus organizaciones frente a la crítica. Hoy en España crece el dominio de lo políticamente correcto, la sensibilidad para sentirse ofendido, el afán de protegerse contra la apertura de la palabra, resguardando así la debilidad o la injusticia del propio discurso, aforarse en definitiva frente a las verdades indignadas de la gente. Y lo peor es que ese crecimiento encuentra protección en el derecho, sobre todo en el Código Penal. Florecen los delitos de enaltecimiento del terrorismo, de incitación al odio, de ofensas a las autoridades y a los símbolos, a los sentimientos religiosos, a los dioses y a sus familiares. Como consecuencia aparece la autocensura, y la palabra castrada, sin la fuerza de la pasión, aunque algunos teóricos reaccionarios consideran bueno para la estabilidad democrática esa asuncia.

Que la libertad de expresión vuelta a ser parresía y no palabra vigilada y sancionada por leyes e intérpretes autoritarios al servicio de intereses espurios es tarea inmediata de todo el que se reclame izquierdas o, simplemente, amigo de la igualdad.

No se puede negar, sin embargo, que la parresía implica con frecuencia aspectos muy desagradables, incluso nauseabundos. Ya en la antigüedad se habló de abuso de la libertad de palabra, no entre ciudadanos, sino al usurparla esclavos y metecos. Pero eso sería materia de otro artículo.

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