No puede preocuparnos todo. La sociedad liberal tiende a la despreocupación y por eso se lleva la idea de que no hay que preocuparse por el fracaso sino, al contrario, agradecerlo. Si creciste en una cultura en la que no importaba tanto el éxito, su rival no da tanto miedo, pero ahora -cuando todo es victoria o derrota, incluso frente al cáncer- se repite, mema y paradójicamente, que un fracaso es un éxito.

En esta maraña de contradicciones la vida está muy ocupada y solo deja preocuparse por algunas cosas.

Un amigo me cuenta que está escribiendo la historia de un hombre adelantado a su tiempo que no logró abrirse paso en un mundo de hombres. Me pregunta mi opinión y no puedo evitar sugerirle que la modifique por la historia de una mujer adelantada a su tiempo que se abrió paso en un mundo de hombres. Un cambio de género, del masculino al femenino, no es traumático y, si no gana el Planeta, por lo menos llegará al escaparate de las librerías. Alega que es su primera novela y que necesita fracasar. Intento convencerle de que corre el riesgo de fracasar como fracasado sin triunfar. No reacciona y dejo de preocuparme.

Después de diez años de crisis y de oportunidad hay una propuesta de subir a 900 euros el salario mínimo interprofesional en España, donde hay cuatro desahucios por hora (80.000 al año), donde un millón de titulados superiores no pasan hambre, pero son pobres (EPAN) y donde siguen siendo millones los parados de alta duración. Al oírlo, los grandes contratantes se preocupan por un autónomo que tiene un empleado y quizá no pueda pagar la subida. No es que no puedan tener razón, es que se les ve por quién eligen preocuparse ahora y por quiénes siguen sin tener la más mínima preocupación.