Nadie es infalible. Todos somos humanos, como se acostumbra a decir. Hasta la persona más perfecta comete a veces alguna equivocación grosera que quiebra primordialmente sus esquemas, y después los de los demás. Recordamos el deslucido adiós del fútbol de Zinedine Zidane, con aquel cabezazo como un Jean-Claude Van Damme desencadenado, en la final de la Copa del Mundo de 2006. O, sin abandonar el ámbito estrictamente deportivo, al exministro del PSOE José Blanco anunciando la nacionalización del baloncestista Ikea tras una reunión del Ejecutivo en 2011. Lo único que podemos hacer es guiarnos entre la niebla de nuestros días con la certeza de que una elevada probabilidad de cagarla nos acompaña, indefectiblemente, al igual que el hechizo del hada maléfica (esa mala buenísima) persiguió desde bebé a la princesa Aurora.

Además, tampoco hay por qué demonizar determinados tropiezos. En su libro La policía celeste (Visor), el poeta ibicenco Ben Clark concluye que en cada error existe una verdad. Y puede ser. Aquel "ruiz" televisivo de Mariano Rajoy en el debate electoral de diciembre de 2015 frente a Pedro Sánchez, un patinazo verbal que el expresidente, hábil en el intercambio dialéctico salvo por alguna cosa, corrigió en el siguiente adjetivo tras un tic, aventuraba con casi tres años de antelación el resultado de la moción de censura. Pero ninguno supimos verlo.

Claro que hay quien no reconocería la torre Eiffel en la acera de enfrente. Es sonada la pifia de la discográfica Decca, responsable con mucha probabilidad del mayor desacierto de la historia de la música. El sello descartó a The Beatles por un sonido que no les parecía bueno y, fundamentalmente, porque los grupos de guitarras "están pasados de moda", dijo el ejecutivo Dick Rowe. Vaya dotes de adivino.

No se trata de un error aislado en la industria musical. Hace pocos días The Guardian reveló que, en 1965, la BBC había calificado a David Bowie (entonces, todavía Davy Jones) como "un cantante sin personalidad" y "no particularmente emocionante", en una audición para futuros talentos. Cuatro años después de aquel patinazo del jurado, El camaleón del rock publicaba su primer álbum. El sencillo fue la mítica canción Space Oddity. Curiosamente, la BBC la utilizó en la cobertura de la expedición del Apolo XI que llevó al ser humano por primera vez a la Luna.

Ciertos fallos parecen retractarse al final con una llamada de auxilio y un "¡tierra, trágame!". En 1948, en el contexto de la incipiente guerra árabe-israelí, el entonces embajador de Estados Unidos en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Warren Austin, trató de conseguir un fin noble, pero incurrió en un gazapo descomunal. El diplomático dijo que la paz se podría alcanzar si ambos pueblos se comportaban como buenos cristianos.

Yo me cubrí de gloria en un funeral. Había políticos, periodistas, jueces, fiscales, empresarios, hasta un obispo. No estaba cerca ningún tuitero, afortunadamente. La misa por el padre de una autoridad pública concitó una afluencia considerable. Los grupos mostraban el rictus que se espera en situaciones de este tipo. A la eucaristía asistieron unos pocos, la mayoría se apelotonó en la puerta para expresar sus respetos, para dejarse ver.

Casi todos llevaban corbata mientras que yo vestía de diario, desgarbado, pero ese no fue el error. Me llegó el turno pasados unos quince o veinte abrazos. Me salvó que el hijo, abatido por la pérdida y cansado, había puesto el piloto automático para sortear tanto "te acompaño en el sentimiento". Tenía en mente un "lo siento", hubiera servido un "mucho ánimo" e incluso esa máxima filosófica tan socorrida en Galicia del "no somos nadie". Conque allá fui. Apretón de manos, toque en el brazo derecho, gesto solemne y la frase que me salió del núcleo de mi estulticia: "Enhorabuena". Todavía me avergüenza, espero que nunca se entere.

En algunas ocasiones felices, muy tasadas, un error termina representando el mayor acierto. A finales de julio de 1928, Alexander Fleming se marchó de vacaciones sin limpiar su laboratorio. Cuando regresó en septiembre, observó en una placa, de entre el medio centenar que había dejado con cultivos, que una sustancia similar al moho había exterminado buena parte del estafiloco. En lugar de desechar la muestra como tú o como yo, lo que hubiera supuesto una equivocación definitiva, el científico analizó el hongo y descubrió la penicilina, el primer antibiótico.

Obviamente, muchos desaciertos son obra de hijos de puta y provocan consecuencias funestas. Pocas tan devastadoras como una de las ideas estúpidas de Mao Zedong. En 1958, el fundador de la República Popular de China, para la posteridad un genocida, dio orden de exterminar a los gorriones al considerar que esta especie autóctona era una plaga que minaba la productividad del campo. La medida alteró el ecosistema. Al eliminar a este pájaro, un depredador natural, insectos como langostas, saltamontes y escarabajos proliferaron y esquilmaron buena parte de los cultivos. El régimen trató de solucionarlo con el empleo de pesticidas, otro error que agravó el problema. La deforestación del rural agudizó la improducción y condenó a varios millones de chinos a una muerte por hambruna.

Es de suponer que, salvo los tiranos y los psicópatas, pocos obran mal a propósito, o no aprovechan el resultado de una equivocación para extraer una enseñanza. Tu mejor maestro es tu último error, como sostiene el activista político Ralph Nader. Creo que la doctora de atención primaria que, sin hacer ninguna prueba de imagen, envió a mi padre a casa con un paracetamol y un "vaya a urgencias si mea sangre", obrará de otro modo si atiende a otro paciente con dos vértebras rotas.

Todos cometemos fallos y los plumillas somos los primeros, con perdón. En su última novela, El rey recibe (Seix Barral), la primera de una trilogía en torno al periodista Rufo Batalla, Eduardo Mendoza intercala los pasajes entre citas, a modo de una ligera inflexión. Con una de esas frases define este oficio a la perfección: "Es todo lo que resultará menos interesante mañana que hoy".

Después está quien porfía y porfía en el error, sin remedio. Quien sigue tildando de "okupa" a un presidente designado por los representantes de los ciudadanos en el Congreso mediante un procedimiento de censura que arbitra la Constitución en el artículo 113, Título V, sobre "las relaciones entre el Gobierno y las Cortes Generales". O quien, por carencia de profundidad política y moral, acusa a la inmigración de todos los males. O quien reduce la causa contra los políticos presos de Cataluña a un "¡si solo querían votar!". O quien considera preferible no acudir al Parlamento para resolver las dudas sobre su currículo académico. O quien normaliza la cordialidad en el trato, aunque fuera en privado, con comisarios indeseables y oscuros. O quien se queda en el efectismo verbal de un "palmera" o un "imbécil", y no en el calibre grueso de la condescendencia machista. En fin, nadie es infalible, vaya fallo.