Patricia O'Toole, la última biógrafa de Woodrow Wilson, cuenta que este presidente demócrata de principios del siglo XX, que pronunció alrededor de diecisiete discursos en su campaña presidencial, no entendía muy bien eso de recorrerse el país diciendo las mismas cosas una y otra vez a diferentes públicos entregados. Si sus ideas ya estaban ahí y los ciudadanos conocían su programa, se preguntaba, ¿para qué tenía que repetirse tanto? ¿Por qué había que acudir a diversos estados con un mensaje que no variaba en absoluto salvo el lugar geográfico donde éste se enviaba? "Para convencer al indeciso y ganarse la confianza de los suyos", le susurraban sus asesores -en aquel entonces se definían simplemente como "amigos"- al candidato.

Qué ternura despierta hoy, en un momento tan crítico para el arte de la persuasión (ya no se convence tanto argumentos como con emociones; la gente en ocasiones ni siquiera desea escuchar la propuesta del adversario ideológico, al que por momentos parece que desearían eliminar), aquella ingenuidad, típica de los tiempos anteriores al Relato, cuando la política todavía no se había convertido en una batalla de narrativas cuyo vencedor emerge ahora como un patético héroe de ficción que, una vez aniquilados los hechos, consigue que otros impriman su leyenda. Si uno repasa los análisis publicados en la prensa, desde los editorialistas hasta los humoristas gráficos, sobre el "caso Kavanaugh", el juez a quien Christine Blasey Ford acusa de abusos sexuales y que pronto ocupará una plaza en el Tribunal Supremo, uno podría llegar a pensar que lo sucedido en el Comité Judicial del Senado no fue sino una representación teatral en la que los comparecientes eran valorados en función de sus atributos como intérpretes.

La credibilidad de ambos, al parecer, dependía de sus "actuaciones" delante de las cámaras, de la "manera" en que miraban a sus interlocutores mientras exponían sus versiones contrapuestas y de los "gestos" que realizaban en el momento en que eran interpelados por los senadores, de las "risas" y los "llantos", como si, en vez de verificar datos concretos, estuvieran poniendo a prueba su lealtad a Stanislavski. Menor interés despertaba las contradicciones en las que cayó el acusado, tanto al hablar de sus comportamientos pretéritos, llevando a cabo una de las mejores promociones que se han hecho en televisión nacional sobre el valor simbólico de la cerveza, como al explicar sus conocimientos acerca de ciertas acciones ejecutadas por la Administración Bush en la que él había trabajado.

Por eso el momento estelar llegó, cómo no, cuando Kavanaugh citó a su hija de diez años, la cual le pidió a su padre, cómo no, que rezaran juntos por Ford, ya que esta última, manipulada por los demócratas, la izquierda y el Deep State, no debe de estar muy bien de la cabeza y por eso hace esa cosa tan terrible e inoportuna: acusar a quien presuntamente abusó de ella. Al menos es lo que el juez parecía insinuar a través de esa prescindible anécdota paternofilial que involucraba a Dios y a una menor en este proceso exento -se supone- de intervenciones divinas y moralejas infantiles. De ese modo, el juez, negando sus presuntas fechorías, se podía atribuir además el papel de víctima oficial en la revolución #MeToo y denunciar el terror de la guillotina feminista entre los aplausos silenciosos de los descontentos con el movimiento.

Esta "vergüenza nacional" está bien sintetizada en esa celebrada fotografía donde podemos ver a un Kavanaugh iracundo, casi presumiendo de su cólera, responsabilizando a la "inquisición progresista" de sus miserias ante la mirada de un grupo de mujeres, incluida su esposa, cuyos rostros transmiten una extraña mezcla de compasión y rabia. Es el Hombre "perseguido" defendiéndose de esa nueva Mujer "opresora". Un mensaje que, al igual que el componente racial de los discursos de Trump, no hace falta verbalizar, ni mucho menos repetir en una campaña, sino que tiene que representarse a modo de reality frente a una audiencia de masas, para apelar así a un sector de la ciudadanía que interpreta esta confirmación como una victoria de esa América, masculina y blanca, que está dejando de ser, efectivamente, grande.